¿Qué queda de la izquierda?
El dirigente soviético, Mijaíl Gorbachov, invitó recientemente a Willy Brandt, presidente de la Internacional Socialista, para que le ayudara a encontrar el método y la forma de rejuvenecer el socialismo. Los pocos miembros del partido comunista que quedan en el Este europeo dirigen su ansiosa mirada hacia las socialdemocracias europeas occidentales, en un desesperado esfuerzo por actualizar tanto su imagen como sus doctrinas. ¡Qué resurrección tan improbable y qué giro de la historia tan irónico!Los socialistas comprometidos, como el líder francés Leon Blum y, el socialista alemán Karl Kautsky, que en 1920 reivindicaban que el socialismo debía mantenerse fiel a los principios democráticos o de lo contrario podría degenerar en un régimen dictatorial, fueron condenados por los bolcheviques, al asegurar éstos que los socialistas estaban destinados a concluir sus días en el basurero de la historia. Sin embargo, en la actualidad se recurre a estos mismos socialistas para que reciclen los remanentes del comunismo marxista tras la apertura hacia la democracia de los países del Este. La historia siempre permanece fiel a sus ironías.
¿Cómo puede ser tan modesto este triunfo socialista en su celebración y dejar tan perplejos a quienes lo celebran? Porque los socialistas, en realidad, no tienen nada preciso o inspirador que ofrecer a los huérfanos del gran sueño igualitario.
En un momento en que el liderazgo, ganado sin oposición, de la lucha por la emancipación de la humanidad se postra ante ellos, los socialistas se están comportando como si ellos mismos hubieran renunciado a su papel histórico. Agotados por la Administración pública, diluidos por la política electoral, vulgarizados por la demagogia de los medios de comunicación de masas, los socialistas de Europa occidental se sienten al mismo tiempo victoriosos y desencantados.
Se ha creado un vacío estratégico entre los líderes militares occidentales desde que su reconocido enemigo de Moscú renunció al papel de agresor. Ahora que sus históricos rivales comunistas se han rendido, los socialistas europeos occidentales -tanto los que ocupan cargos en el poder, como en el caso de Francia, España y Suecia, como aquellos que confían regresar al mismo, como el Reino Unido o Alemania- parecen enfrentarse a un vacío histórico similar. Hamlet ha sido coronado rey, pero se pregunta qué va a hacer ahora.
La Internacional Socialista es tan vieja como el automóvil. En 1986 celebró su centenario junto con el del citado ingenio.
Hoy, día, la izquierda socialista sufre una crisis de credibilidad, de legitimidad y, de identidad. ¿Por qué esas crisis en este momento? Porque el deportivo de dos plazas introducido en los caminos apartados de la política mundial durante la revolución industrial del siglo XIX perdió hace tiempo el tanque de la gasolina, el motor y las luces. Lo extraño es que dicho vehículo siga en pie.
La izquierda perdió la coherencia de su fundamento social cuando dejó de ser portavoz de las clases trabajadoras, el paladín de los explotados en lucha contra sus explotadores. La producción ya no depende principalmente del trabajo físico; por el contrario, depende de la información. Además, el lugar de trabajo ya no es el centro social. En la actualidad es menos importante el tiempo que invertimos en nuestros centros de trabajo que el que dedicamos a realizar las compras. La sociedad está menos dividida que antaño en cuanto a la postura antagonista de las clases que la componen, aunque sí lo está por contra en lo relativo a etnias, religiones, idiomas, nivel de consumo y sexo/ edad. Ya no hay una clase elegida. Por el contrario, existen diversas asociaciones encabezadas por trabajadores de servicios con cuello duro que luchan entre ellos por asuntos como los tipos de impuestos, deducciones hipotecarias y subsidios familiares.
Finalmente, la izquierda ha perdido su sentido de misión histórica. El mesianismo del progreso y, los colores maniqueos de la lucha de clases -vestigios de un arcaico sistema opresivo- han desaparecido del programa izquierdista. Pero en ausencia de éstos, la izquierda no está segura de estar caminando por el sendero de la providencia. Desde que supo que la plataforma política no puede alterar el tipo de cambio de la moneda extranjera o la tasa de inflación, la izquierda se ha mostrado recelosa en lo que a promover sus expectativas o a hablar de proyectos sociales se refiere, por miedo a que sus adversarios tachen su proyecto político de soñador e irresponsable. El trabajo teórico perjudica al éxito político, por no decir que hiere mortalmente la credibilidad.
Los socialistas europeos han tenido unos éxitos brillantes, pero no estoy, seguro de que tuvieran que ver con el socialismo. Es como si el socialismo pudiera servir a todos los demás fines menos los suyos propios. Felipe González ha modernizado España al abrirla al capital internacional. Willy Brant ha servido fielmente a la causa de la unificación alemana. François Mitterrand ha democratizado la V República al legitimar el reparto de poder. El Partido Comunista Italiano -la expresión italiana de la democracia social- ha acelerado la total integración italiana en la Comunidad Europea.
Puede decirse que todos estos socialistas han promovido hábilmente las causas de la modernización económica, el trato justo de los grupos étnicos, así como la integración social de los mismos y la democracia en una Europa unida. ¿Pero qué ha sucedido con la causa de los trabajadores -la causa que les proporciona una identidad hístórica?
Las desigualdades sociales se han incrementado en Francia desde 1983, y, el libre movimiento de capital a través de las fronteras de la Europa liberal de 1992 reducirá de un modo sustancial los ingresos fiscales de las plusvalías, para más tarde aumentar la dependencia en los impuestos procedentes de los salarios. De este modo también disminuirá aún más el papel del Estado en lo relativo a la redistribución de ingresos.
El proclamado ideal socialista es modernizar y democratizar la sociedad. Pero cuando hay que realizar una elección, la justicia social siempre se sitúa por detrás de la eficacia económica. Por eso, los activistas de los partidos se preguntan cada vez con mayor insistencia qué objetivo persigue la izquierda.
Si los líderes de sus partidos pudieran confesarles la verdad, responderían: llevar a la práctica las políticas de la derecha, pero de un modo más inteligente y racional. De aquí la creciente falta de interés en la política y el terrible declive en la afluencia de votantes. De aquí la degeneración de facto de la Internacional Socialista, que ha pasado a convertirse en una organización de una ambigüedad nebulosa.
El socialismo carece de un núcleo de creencias firmemente sostenidas o incluso de un léxico común. Se ha llegado a decir que el arte ya no existe, sólo los artistas; el psicoanálisis ya no existe, sólo existen los psicoanalistas. Bien, el socialismo tampoco existe ya. Sólo quedan socialistas, indecisos e inseguros de sí mismos.
Los izquierdistas de cada país continúan luchando, aunque de un modo claramente defensivo. Defienden los derechos de los trabajadores contra las exigencias de las iniciativas empresariales; defienden las ganancias sociales contra la lógica de una sociedad de dos estratos (que tolera que una tercera parte de su población esté compuesta por proscritos o miembros de una clase inferior); defienden las libertades contra las amenazas de la mayoría moralista; defienden el principio de la economía mixta con el fin de proteger a unos cuantos servicios públicos de las garras de las fuerzas del mercado. Defender, proteger, preservar, dicen. La izquierda ha dejado de ser una fuerza proactiva, para convertirse en un freno del mercado. Al haber renunciado a luchar por el poder contra los poderosos, la izquierda se ve a sí misma como una fuerza contrarrestador a, como un discreto mecanismo de equilibrio.
El hecho es que hoy día todavía no se ha desarrollado alternativa viable alguna para afrontar el dinamismo del mercado mundial. Ante la caída del comunismo, los socialdemócratas podrían desempeñar un papel preeminente, de haber demostrado antes que existe una alternativa. Pero no lo han hecho.
Al salvaguardar y preservar ciertas esferas de la creatividad y la dignidad -tales como las actividades culturales, la educación pública, el medio ambiente, la televisión, la investigación científica- contra la intrusión de las leyes del mercado, los socialistas podrían evitar una situación en la que el miedo a un Estado todopoderoso fuera reemplazado en todas partes por el todopoderoso y corruptor dólar, además del yen y el marco.
¿No inspiran estas sobrias perspectivas el mismo entusiasmo que la certeza, mantenida en su día, de un colapso del capitalismo? Pues mucho mejor. Es bueno que el socialismo, que en su nacimiento era más un culto o una tradición escolástica o una creencia religiosa, en su madurez se convierta en una ideología más seglar y reflexiva, incluso si ello significa una pérdida de militancia. Pero para la izquierda sería trágico quedarse estancada en su presente erial de imaginación infecunda.
La derecha, que siempre defiende ante todo sus propios intereses, puede permitirse el lujo de ser pragmática y actuar basándose en perspectivas a corto plazo. La izquierda, que lucha por la actualización de una idea para lograr una sociedad más justa, está condenada a trabajar sobre perspectivas a largo plazo. Los socialistas posiblemente se amparen en el realismo con el fin de ganar la próxima ronda de elecciones o para reducir los déficit presupuestarios. Pero si lo hacen, se arriesgan a tener que vender su alma a cambio de un confortable asiento en los salones del statu quo.
Al final, ¿era la función histórica de la izquierda socialista dotar de una cara humana al capitalismo? Ciertamente, no estaba previsto en la agenda de los padres fundadores del movimiento. Además, ello plantea un tímido contrapunto para un capitalismo triunfante, de tal modo que, en ausencia de un adversario de cierta envergadura, dicho capitalismo debe enfrentarse a sí mismo. El capitalismo actual no se enfrenta a claras amenazas o a competidores convenientemente ineptos. Ahora, sus enemigos sólo son los que él mismo ha creado: el saqueo de la biosfera, el crecimiento a ultranza y la destrucción de las zonas urbanas, la devastación del Tercer Mundo, el crash de la bolsa y las crisis financieras.
Pero existen otras enfermedades todavía peores que las mencionadas, curables a fin de cuentas, y que parecen ser el precio del progreso. Sin embargo, existe otra enfermedad más grave: el profundo vacío de una sociedad privada de un sentido moral como consecuencia de una obsesión por lograr el éxito material.
Pero las almas, al igual que la naturaleza, aborrecen el vacío. Pronto nos daremos cuenta de que las grandes ideologías, cuya muerte hoy celebramos encantados, en el análisis final son menos sangrientas o violentas que los fanatismos étnicos y religiosos que llenan dicho vacío en el mundo entero.
Occidente, en su tren hacia el mundo colonizado, tardó dos siglos en pasar de las revueltas a la revolución; esto es, en pasar de una violencia apasionada y regresiva (como las revueltas o los levantamientos sin una visión de futuro ni un gran impacto) a una violencia unificada y razonada no orientada hacia el pasado, sino hacia un futuro favorable para todos los hombres.
Ése era el fin que perseguían las revoluciones francesa, rusa y china. El fracaso abyecto de dichos regímenes, que reivindicaban lealtad hacia este ideal revolucionario, nos pone en las manos, tanto a los del Norte como a los del Sur, el billete de regreso a la revuelta desde la revolución. La conflagración del sistema tribal anacrónico será tan mortífera como el totalitarismo científico marxista de antaño.
En mi opinión, es ahí donde podemos volver a descubrir la labor más importante y útil de la Izquierda en todo el mundo: la sustitución del socialismo como un argumento moral y un método civil por el socialismo como idea utópica. Una izquierda redefinida de este modo podría ayudar a alejar las consecuencias derivadas de una humanidad civilizada sucumbiendo al canibalismo religioso y étnico. Más allá de la etapa de revueltas, históricamente débil, debemos dejar atrás las falsas revoluciones comunistas de 1917 en Rusia o de 1947 en Europa y marchar hacia la reforma real. Si existe la más mínima posibilidad de triunfar en esta carrera contra la incivilización, debe intentarse.
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