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Tribuna:SOBRE EL TRÁFICO DE INFLUENCIAS
Tribuna
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Tres falacias y un dilema

El aprendiz de brujo no sabe cómo parar la escoba que tenía el don de barrer sola. Había funcionado a la perfección en empresas de mucha mayor envergadura -la eliminación del marxismo, la permanencia en la OTAN- y se va a atascar en lo más insignificante y anecdótico. Voces autorizadas de sesudos-varones han insistido en que las aventuras de un pícaro afortunado no debieran ser el único asunto del que nos ocupemos los españoles cuando se tambalea el equilibrio macroeconómico, se han tomado decisiones tan discutibles como el ferrocarril de alta velocidad a Sevilla, y los unos arremeten con la autodeterminación mientras ETA sigue matando, o bien, para cambiar de tercio, se inaugura el mayor pantano de España y han llegado a entenderse los sindicatos con el Gobierno, que también las buenas noticias son dignas de comentario; no todo va a consistir en dar palos al Gobierno o en gritar que viene el coco.De nada sirve tan sabio consejo; la gente erre que erre. Hace unos días, un ministro de cuyo nombre no quiero acordarme preguntaba desolado a un ministro alemán amigo mío que se comentaba del caso Juan Guerra en... ¡Berlín! Hasta ese punto se pueden sacar las cosas de quicio.

Después de haber decretado que con la comparecencia del vicepresidente ante la cámara quedaba cerrado el tema el presidente no ha tenido más remedio que abrirlo. Lamentablemente lo ha hecho de la peor manera posible: en la conferencia de prensa se filtraron al menos tres falacias que no han pasado inadvertidas a la opinión pública más exigente.

1. Defiende "categóricamente" "la, honorabilidad personal del vicepresidente", que nadie ha puesto en duda. Lo que está en tela de juicio es la responsabilidad política de la persona que ha prestado un despacho público a un ciudadano particular que se sospecha que lo ha utilizado para realizar negocios privados.

2. Con el envite a la Prensa de que si seguía empeñada en la dimisión del vicepresidente obtendría también la suya el presidente había expresado, no su voluntad de dimitir, sino su solidaridad con el calumniado, "porque si se cuestiona la honradez de quien uno piensa que es honrado, la propia honradez personal de uno mismo estaría en cuestión". Ni se ha cuestionado la honradez de quien el presidente considera honrado ni, si se demostrase que se ha equivocado, estaría en cuestión su propia honradez. Todos hemos pasado por la dura experiencia de tener que reconocer que no es verdad algo que habíamos, creído con la mayor firmeza; todos hemos confiado plenamente en personas que luego mostraron que no eran dignas de nuestra confianza. El argumento de que si se cuestiona lo que se cree firmemente se cuestiona la honradez personal del que lo cree sólo es válido desde el supuesto de que la persona que así argumenta sea omnisciente e infalible. Parece desmesurado exigir al pueblo español que crea en el dogma de la infalibilidad del presidente y me desconcierta comprobar que elimina la posibilidad de equivocarse cuando está plenamente convencido.

El meollo del asunto

3. El presidente, pese a haberle presentado "en el mes de enero" la dimisión y después de analizar en lo más profundo de su intimidad la cuestión de la responsabilidad política, manifiesta que no encuentra motivo suficiente para que el vicepresidente dimita. Aquí sí que se toca el meollo del asunto, pero lamentablemente para dejarnos en la mayor de las confusiones. No se dice, y el detalle tiene su importancia, si el vicepresidente presentó la dimisión antes de acudir al Congreso, y entonces por qué no se dio a conocer dato tan fundamental, o después, una vez comprobado que la comparecencia no había servido para resolver el "problema". Tampoco se explicita en qué consiste el "problema", en el hecho mismo de haber prestado el despacho, en el uso que se pudiera haber hecho de él, o en la "campaña" difamatoria que ha ocasionado. En fin, desconocemos los "criterios" que el presidente ha aplicado para llegar a la conclusión de que no habría la menor responsabilidad política. Si conociéramos los muchos datos que ignoramos y los criterios aplicados, tal vez llegásemos a la misma conclusión. Pero en vez de tratar de convencernos con informaciones y argumentos, como sería normal en una democracia pluralista, se nos pide un acto de fe, montado sobre falacias que no se sostienen.

A este punto han llegado las cosas, cuando el aprendiz de mago no ha hecho más que repetir un comportamiento que en el pasado había funcionado a la perfección: sin debate público ni influencia de nadie se saca de lo más profundo de su conciencia la decisión más sorprendente, que acaba por imponer, utilizando como último recurso la amenaza de su dimisión, como el tema del marxismo, o que el caos sería la consecuencia de perder el referéndum. Basta con creer en el presidente, que él sabrá las razones que tiene para hacer lo que hace y decir lo que dice.

No lo tienen fácil los militantes, los votantes socialistas. Ante las preguntas concretas que exigen una respuesta concreta han de responder que ellos creen firmemente en que la dirección del partido son gentes honradas que en este caso, como en tantos otros en el pasado, han tomado la decisión correcta. Los bulos que corren han sido montados con precisión de laboratorio por aquellos que no se conforman con haber perdido las elecciones por tercera vez. En boca de don Juan Guerra el argumento adquiere la mayor credibilidad: se trata de la mejor campaña de publicidad organizada contra el socialismo. Ahora es cuando vamos a ver quién es cada cual: quiénes cierran filas cuando sopla el vendaval y quiénes se pasan al enemigo. Lo terrible, no sólo para el PSOE sino para España, es que el dilema verdadero que supone aceptar este tipo de discurso, tan emotivo como por irracional, es que el que lo asume se revela un atrasado mental o un canalla.

Ignacio Sotelo es miembro del comité federal del PSOE.

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