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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Salir del enredo

EL ASUNTO Juan Guerra no es el problema más importante de la sociedad española. Tampoco debería ser, por tanto, la más acuciante preocupación de los gobernantes. Pero, tal como está el panorama político, mientras ese caso no se solvente, todo lo demás quedará en suspenso. Así se puso de relieve ayer en la comparecencia de Felipe González ante los informadores.El tono deliberadamente tranquilizador que dio a sus palabras el presidente del Gobierno (sin duda el político con más credibilidad y mas tablas en el escenario español) a propósito del final del período de provisionalidad abierto tras las elecciones de octubre fue positivo. Se ha demostrado que el sistema electoral español cuenta con garantías jurídicas suficientes y que quienes sembraron irresponsablemente dudas sobre el proceso democrático son aprendices de brujo, localizados en la caverna de la opinión pública y sus aledaños familiares.

El discurso del presidente tuvo, sin embargo, zonas menos brillantes. La oferta de apertura e invitación al diálogo, reiteradas ayer -dignas de análisis y consideración-, habrían tenido mayor credibilidad si en estos meses no se hubieran dado episodios como la negativa a la formación de una comisión de investigación sobre tráfico de influencias o la designación sin consulta a otras fuerzas del nuevo director general de RTVE. Queremos creer que no es demasiado tarde, pero sus matizaciones sobre el alcance de su gesto de solidaridad incondicional con Alfonso Guerra no consiguieron disipar las sombras que se ciernen en la vida pública desde el estallido del escandalo del hermano del vicepresidente. En estos dos meses las cosas se han complicado en medida suficiente como para que ya no baste sólo con la autorizada opinión de Felipe González para que las aguas, agitadas unas veces con razón y otras sin ella, vuelvan a su cauce.

Las precisiones sobre la posición del presidente con relación a Alfonso Guerra son también tranquilizadoras, pero tardías. Si el vicepresidente presentó una dimisión que no fue aceptada, ¿por qué no se dijo antes de que las cosas llegasen tan lejos? Seguramente por un reflejo de dignidad ofendida, para evitar dar la impresión de una debilidad en la cúpula. Esa misma dificultad para salir del enredo revela las insuficiencias del modelo de partido y de relaciones entre partido y Gobierno vigente en el actual socialismo español. El revuelo motivado por las más bien triviales declaraciones de algunos notables del partido son otra muestra de esa fragilidad.

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En el PSOE, la proporción entre afiliados y votantes es la más baja de entre los partidos socialistas europeos: el 2,5%, frente al 42% de Suecia, el 29% de Austria, el 12,5% de Francia o el 6% de la RFA. Ello ha favorecido cierta tendencia a la oligarquización, aunque sea de justicia reconocer que el PSOE demostró un talante nada sectario en relación con la integración de sectores provenientes de otras corrientes de izquierda, en particular los restos del naufragio comunista de los primeros años de la década. Sin embargo, esa generosa integración se compensó con una exigencia de unidad interna -y aun de unanimidad- sin quiebra. Se garantizaba sitio a todos, pero, una vez en casa, ninguna disidencia sería admitida.

Unanimidad, ¿en tomo a qué? No a principios ideológicos o políticos, vertiginosamente modificados a partir del 28º Congreso -en general en un sentido antidoctrinario digno de elogio-, sino al modelo mismo de dirección política. Un modelo piramidal que a partir de 1982 quedó simbolizado por el hecho de que los números uno y dos del partido coincidieran con los que ocupaban esas mismas posiciones en la jerarquía del Gobierno. Ello se reveló enormemente eficaz para las expectativas socialistas, sobre todo por contraste con la división que fulminó a algunos de sus competidores.

Esa funcionalidad, manifestada, por ejemplo, en el referéndum sobre la OTAN, ha tenido el contrapunto de no preparar a los socialistas para situaciones como la actual; es decir, para situaciones en las que, por haberse encasquillado el vértice, nada se mueve en el resto del engranaje. Así ha ocurrido en estos dos meses, en los que, del patinazo de las querellas a la torpeza del mitin sevillano, pasando por el Pleno del Congreso del 1 de febrero, los socialistas han dado la impresión de un barco a la deriva. El PSOE no va a gobernar siempre. El principal objetivo de su paso por el Gobierno debería ser dejar establecida en la sociedad española una serie de hábitos democráticos, de relaciones entre las instituciones, que pusieran a éstas a cubierto de. cualquier tentación involucionista. Para ello no basta con reforzar la batería legal sobre esas dependencias oscuras puestas de relieve con el caso Juan Guerra. González habló de "normas escritas y no escritas". Tal vez estas últimas sean las principales.

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