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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La frontera polaca

LA VISITA de Genscher a Madrid confirma el deseo del Gobierno de Bonn de insertar en un marco europeo el avance hacia la unidad de Alemania, informando sobre ese tema a los miembros de la CE. Como el conjunto de los países de nuestro continente, España se ha pronunciado a favor de dicha unidad. En cambio, su voz parece ausente en el debate sobre las condiciones internacionales en las que debe realizarse ese proceso, y concretamente sobre la necesidad de una garantía total de la frontera entre Polonia y Alemania. Es un problema que no admite dilaciones, sobre todo a la luz de la rapidez del avance hacia la unificación alemana. Después de las elecciones del próximo día 18, cuando la RDA tenga un Gobierno con apoyo electoral, se pondrán en marcha las medidas prácticas para plasmar la unidad. Y en 1991 se celebrarán, con toda probabilidad, elecciones en el conjunto de Alemania. En esa perspectiva urge que las dos Alemanias hoy existentes reconozcan mediante un tratado de paz -como ha pedido el Gobierno polaco-, de modo definitivo, sin equívocos, la frontera Oder-Neisse. Es una condición imprescindible para que la unidad alemana sea aceptable en la Europa de 1990. Con sus tergiversaciones sobre ese tema, el canciller Kohl ha ahondado en los temores polacos y ha provocado reacciones negativas de diversos Gobiernos europeos.Puede parecer extraño a primera vista que un problema de fronteras sea tan decisivo cuando se abren cada vez más las de Europa y se avanza hacia la supranacionalidad. Pero en el caso de la frontera Oder-Neisse está en juego, ni más ni menos, el ser o no ser de Polonia. Esa frontera, fijada al terminar la Segunda Guerra Mundial, otorga a Polonia territorios antes habitados en gran parte por alemanes, objeto de disputas seculares entre los dos países. La mayor parte de sus habitantes fue deportada a Alemania después de 1945, y millones de polacos se han instalado en esas tierras. Ese cambio, por trágico que haya sido en su momento, es irreversible.

Pero el problema no es sólo polaco; interesa a todos los europeos. Imaginemos que la Alemania unida se negase a reconocer la frontera polaca. Otros países se sentirían inmediatamente amenazados: por ejemplo, Checoslovaquia en su frontera de los Sudetes. Nos encontraríamos con una Alemania agresiva, lo que provocaría explosiones nacionalistas en otros países. La unidad alemana sería así un paso hacia una Europa desgarrada por conflictos nacionales y, sin duda, por guerras. Por eso la actitud ante la frontera polaca define en cierto modo el carácter que va a tener la presencia de una sola Alemania en Europa.

Entre las fuerzas políticas alemanas -al margen de la extrema derecha ultranacionalista-, el SPD y los liberales de Genscher están de acuerdo en otorgar a Polonia una garantía total, y aceptan la demanda polaca de que se firme un tratado de paz reconociendo la frontera Oder-Neisse. En cambio, Kohl ha practicado el doble juego: en sus viajes al extranjero dice que reconoce la frontera, pero en Alemania se ha esforzado por dejar el problema abierto, con el argumento de que sólo podrá ser resuelto por una Alemania que esté ya unida. ¿Por qué estos equívocos? No porque Kohl sea tan insensato que piense en recuperar Silesia o Prusia oriental. Le guían motivos electoralistas. Quiere ganar votos entre las numerosas familias provenientes de tierras hoy polacas y en otros sectores influidos por el nacionalismo. Pero al supeditar a cálculos electorales algo decisivo para Europa, Kohl se está desprestigiando. Los liberales se sienten cada vez más incómodos en el Gobierno que él lidera, lo que refuerza la tentación en dicho partido de preparar un "cambio de aliados". Sobre todo en un momento en que el SPD se perfila como el partido hegemónico en esta etapa decisiva de la unidad alemana.

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