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Unificación

La cuestión alemana nos interesa a todos, entre otras razones, porque en un período de su historia se dio un fenómeno, metafóricamente conocido con el nombre de Auschwitz, que rompió para siempre cualquier posible base de confianza ingenua en el género o calidad humana. La singularidad del hecho, no se equivoquen los críticos franceses o afrancesados de la fascinación nazi, no reside tanto en la especificidad de las formas de asesinato practicadas por ese criminal régimen como en el apoyo recibido, directa o indirectamente, por grandes masas de la población, por no decir de todo un pueblo.Después de Auschwitz, no estoy seguro de la plausibilidad de superar ciertas reticencias sobre la bondad de la especie, sobre todo si se tiene en cuenta que quien no me reconoció ayer puede no reconocerme hoy ni mañana. Sin embargo, todo hombre, si quiere ser llamado tal, ha de intentar, también después de Auschwitz, practicar la comprensión del otro, aun cuando en ello se juegue su propia identidad, es decir, el no reconocimiento por parte de ese otro.

Ese primer paso ha sido dado recientemente por un intelectual político, y en el poder, Vaclav Havel. Desde una perspectiva crítica, seguramente, nadie ha comprendido mejor que el presidente del Gobierno checoslovaco la inevitabllidad de la unificación -no se podrá hablar de reunificación, porque las dos repúblicas tal y como hoy se conocen jamás existieron en el pasado- de las dos Alemanias. Pero también nadie mejor que Havel -no podía esperarse menos de quien recuerda que su pueblo fue el primero en sufrir las ansias expansionistas alemanas- ha sintetizado las condiciones para llevarse a cabo tal proceso: a) que se apacigüen las emociones a los dos lados de la frontera alemana; b) que el proceso de unificación alemana sea parte del proceso de unificación europea, y c) que se produzca en un momento en que los vecinos hayan perdido el miedo a una gran Alemania.

En estos momentos me parece que la primera de las condiciones expuestas por Havel resulta crucial para aclarar, es decir, ilustrar en el sentido político-pedagógico, lo que está sucediendo y ha sucedido con el nacionalismo alemán. En este sentido, la responsabilidad de los distintos partidos políticos, en Alemania y fuera de Alemania, de los movimientos de iniciativa popular democrática, especialmente los surgidos al abrigo de la revolución en la RDA, y, en general, de los intelectuales, de los periodistas y de los creadores de opinión de todo el mundo, va a resultar decisiva para el futuro de Europa y de una nueva cultura política para el próximo siglo. En cualquier caso, lo que sobrarán son artículos con conclusiones apresuradas e imprudentes, desde el punto de vista político e intelectual, tendentes a encrespar los ánimos más de lo que están.

El atrabiliario análisis llevado a cabo por A. Heller, titulado Sobre la unificación alemana (EL PAÍS, 9 de enero de 1990), puede ser un buen ejemplo de ese tipo de artículos que ayudan más a enardecer que a apaciguar, en el sentido de Havel, ciertos sentimientos incontrolables. A. Heller reduce, efectivamente, todo el proceso revolucionario democrático en la RDA a un deseo irrefrenable de toda la población hacia una unificación nacional de las dos Alemanias. Con ello, la señora Heller es incapaz de observar que en todo proceso transformador, y, en definitiva, revolucionario, las motivaciones y los resortes del mismo pueden ser de distinto signo, sin descartar los elementos contrarrevolucionarios. ¿Por qué no considerar que el nacionalismo es un elemento reaccionario dentro de ese proceso? ¿Acaso el nacionalismo alemán no dio lugar en otras épocas a dos guerras mundiales y a un holocausto sin igual? Ese par de sencillas preguntas nos permitiría poner más de un reparo fundado a la tesis de A. Heller acerca de la existencia de un nacionalismo alemán "resultado de una revolución democrática y dentro del contexto de una Europa que está unificándose gradualmente".

Por lo demás, y a pesar del vacío ideológico en que pueden caer los ciudadanos de la RDA por la crisis del socialismo real, debería reflexionarse mínimamente sobre el pluralismo de opiniones del proceso de protesta y, sobre todo, por el marcado carácter de democracia participativa de determinadas manifestaciones. Con todo, lo que resulta a todas luces sospechoso en el artículo de A. Heller es su olvido de las posiciones de la intelectualidad crítica de la República Federal de Alemania, que hunde sus raíces en los valores culturales universalistas de la ilustración occidental, y por principio recelosa de cualquier nacionalismo negador de una identidad universal.

Ese olvido, dicho sea de paso, le impide cualquier pos¡ble esclarecimiento sobre la cuestión alemana con vistas al futuro de la integración europea como entidad política supranacional. A. Heller considera que toda la intelectualidad germanooccidental está por la unificación de las dos repúblicas alemanas. Hacer coincidir, sin embargo, a toda la intelectualidad alemana occidental con esa posición, además de ingenuo, significa no haber entendido ni una sola palabra de uno de los debates teórico-políticos más apasionante de los últimos años en la RFA y, por extensión, en gran parte del occidente intelectual. Me refiero, naturalmente, al Debate de los historiadores.

En ese debate, precisamente, los intelectuales críticos, que, digámoslo ya sin reparos, interesadamente olvida en su análisis A. Heller, son los que han desmentido su tesis central, a saber, la existencia de un nacionalismo germánico democrático. Con ello, se trata de obviar, en el mejor camino de la derecha conservadora alemana, no sólo la singularidad (einzigartigkeit) de Auschwitz, quintaesencia del nacionalismo alemán, sino la inexistencia de una conciencia nacional que asuma críticamente Auschwitz. Una vez más, el fenómeno del holocausto será el límite de toda la política futura alemana.

A pesar de las declaraciones ante el cuerpo diplomático, advirtiendo de lo infundado del riesgo nacionalista, y a pesar de los resultados de las encuestas más recientes, el ambiente está cargado de una espesa nube de emociones nacionalistas como para no permanecer tranquilos ante lo que se supone el último y calculado embate de la derecha alemana en pro de la anexión (anschluss) de la RDA.

Efectivamente, en los próximos meses, la derecha política y cultural -la económica vendrá después- alemana instrumentalizará al máximo los sentimientos surgidos por la caída del demencial muro de Berlín, e intentará finalizar un largo serial que comenzó en los años de posguerra. Explicado brevemente: la culpa colectiva de casi toda la población alemana ante el holocausto nacionalsocialista fue no haber tenido, por decirlo con palabras de Primo Levi, el valor de hablar. Mas no parece que la población haya tenido, durante estos más de 40 años, conciencia de ello, especialmente si se atiende al sospechoso y constante lema utilizado por la derecha en todas las épocas: "Wir haben davon nichts gewusst" ("Nosotros nada sabíamos de aquello").

En fin, uno puede aceptar, por supuesto, que el Estado nazi fue vencido en la pasada guerra mundial, pero ¿quién, a la vista del disculpatorio "no sabíamos nada" o el no menos inquietante eslogan del ex canciller Erhard, en los años cincuenta, "wir sind wieder wer" ("otra vez ya somos alguien"), estaría dispuesto a asegurar que esa estructura mental del nacionalismo alemán más reaccionario y expansionista ha pasado?

Los sucesos de la República Democrática Alemana han cogido -en esto tiene razón A. Heller- desprevenidos a muchos protagonistas de la escena política e intelectual, pero otros -éste parece ser el caso de la señora Heller- han quedado deslumbrados por unas cuantas manifestaciones de marcado acento de nacionalismo reaccionario. El problema no es, pues, la alternativa entre la existencia de dos Estados o la anexión de uno de ellos por el otro, sino la profundización de los valores de democracia participativa en uno y otro lugar. Todo lo demás se dará por añadidura.

es miembro del Instituto de Filosofía del CSIC.

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