Un dicador orgullosamente solo
EN EL centro de La Habana, justo frente al edificio que ocupa la embajada oficiosa de Washington en Cuba, un gran letrero reza: "Señores yanquis: no les tenemos absolutamente ningún miedo". Hacen bien. Las peores amenazas y, por ende, las mayores preocupaciones para el régimen de Fidel Castro no provienen ya del Norte. El mayor peligro para el futuro de la isla se encuentra, en efecto, dentro, y toma cuerpo en la obstinación del dirigente cubano en mantener a su país al margen de la revolución iniciada el año pasado en los regímenes socialistas europeos. La terquedad de Castro amenaza con dejar a Cuba huérfana de apoyo y, sobre todo, de dinero y bienes de consumo. Una cuarta parte de la renta de los cubanos procede directamente de la ayuda soviética. Su hostilidad hacia los cambios no hace sino aumentar las tentaciones de Moscú de utilizar esa importante cantidad en suplir las enormes carencias que padece en estos momentos la propia URS S.Aparte de esta ayuda, la benevolencia soviética permite que la deuda actual de Cuba a la URSS ascienda nada menos que a 10.000 millones de dólares, y que su pago se encuentre suspendido al menos desde hace tres años. Si esa situación cambia, aunque sólo sea en parte, habría que preguntarle al dirigente cubano a quién va a cargar a partir de ahora la factura de su orgullosamente solos; la misma factura que han debido pagar los soviéticos los últimos 30 años sólo por tener a tiro las costas de Florida.
Ante las dificultades, Castro siempre ha reaccionado de la misma manera: purgar a los elementos menos entusiastas del aparato comunista, reforzar el control sobre la población y hacer oídos sordos a cuanto rumor de relajación pudiera llegar a la isla. Ahora que el viejo comandante Fidel se ha quedado prácticamente solo en el mundo y que los cubanos lo saben, ¿puede pensarse en un movimiento de protesta que, con o sin baño de sangre, llegue a desplazarle del poder? Aunque los acontecimientos del último año en el mundo socialista no aconsejan hacer predicciones con excesiva firmeza, es difícil concebir que ello suceda a corto plazo. El control que ejerce el dictador sobre el aparato del partido y éste sobre la miriada de comités de barrio, sindicatos y organizaciones de la milicia, el rigor doctrinario y la capacidad de represión del régimen hacen muy dificil un estallido global de la protesta.
Las mejoras objetivas obtenidas por la población durante tres décadas (aunque conseguidas gracias a unas relaciones de intercambio con sus aliados artificialmente generosas) y el incalificable bloqueo norteamericano no permiten, por otra parte, excluir a la ligera los elementos de adhesión popular y de orgullo nacionalista que han arraigado en la población cubana. Hace pocos días, Julia Preston resumía en The Washington Post los sentimientos de los cubanos: "No comparan sus condiciones de vida con las de Europa occidental, como hacen muchos europeos del Este, sino con las de Latinoamérica, y desde tal perspectiva comprueban que el comunismo propició progresos excepcionales".
Así las cosas, el invierno del descontento, estimulado por la dificil temporada económica que se avecina, podría provenir más de razonables aperturas de Washington que de los estallidos del Este europeo. El presidente norteamericano, George Bush, que, a diferencia de muchos de sus más inmediatos colaboradores, ha comprendido el significado profundo de la perestroika, debería hacer un esfuerzo para admitir que el cambio en Cuba puede depender más de su generosidad que del fermento revolucionario nacido del desastre del sistema socialista en la Europa del Este.
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