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¿Quien como él?

El cariño, la emoción, el dolor no se dejan cifrar en datos. La admiración, sí, y a poca costa. Voici des detai1s (relativamente) exacts.Hacia 1920, un joven poeta recién llegado de Cádiz mantenía con un coetáneo suyo, madrileño, interminables conversaciones sobre la lírica de última hora que uno y otro llevaban en la uña. Pero, además, salía de casa de su amigo llevándose siempre bajo el brazo algún viejo libro que él no había frecuentado: una edición de Gil Vicente, el Cancionero de Barbieri, los Romances de don Marcelino... No mucho después, un jurado presidido por Menéndez Pidal, junto a Antonio Machado y Gabriel Miró, premiaba con el Nacional de Literatura la poderosa conjunción de ecos tradicionales (`En Ávila, mis ojos...") y valentía más que moderna ("Mi corza, buen amigo... ") de un libro capital: Marinero en tierra.

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1944
El sepelio de Dámaso Alonso convocó a los

Unos años después, aún con brumas de dictaduras, un excepcional conocedor de las literaturas de vanguardia, tan ducho en lenguas germánicas como en románicas, traducía en una prosa admirable, como no ha vuelto a visitarnos, la primicia más cuajada de la nueva novela europea. Él tituló esa versión Retrato del artista adolescente. Decía llamarse Alfonso Donado.

Otro premio nacional de literatura se fue al poco a un filólogo excepcional por la calidad de sus saberes, pero también por la capacidad de conjugarlos con la más fina comprensión de las exigencias estéticas del momento. Porque La lengua poética de Góngora no sólo ponía en limpio al creador más proverbialmente diflicil del Siglo de Oro, sino que a la vez, sin forzar ni a don Luis ni a los contemporáneos, era fiel al maestro antiguo y a los fervores modernos. Cuando el horizonte de los líricos españoles pocas veces iba más allá del caramelo de unos juegos florales, un libro de versos, Hijos de la ira, ponía patas arriba a todo el Café Gijón, entraba a saco en el jardín de los celestiales y abría una página nueva y distinta en la poesía española, incluso para quien no pasara de las primeras líneas: "Madrid es una ciudad de más de medio millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)".

A vuelta de un par de años, a quienes les tocó la china fue a los romanistas. Frente al dogma positivista de que las letras europeas empezaban con los trovadores, un colega castellano, que hasta entonces apenas había escrito sobre el particular, los sorprendía dejando claro y bien claro que la poesía en romance se abría ya en el siglo XI con unas "cancioncillas de amigo mozárabes" -las jarchas-, que enlazaban con la lírica latina popular y, ya a esa altura, anunciaban direcciones esenciales de la por venir.

Creadores y críticos de España e Hispanoamérica, cuando apuntaban los cincuenta, tenían sobre la mesa un breviario de Poesía española (Ensayo de métodos y límites estilísticos) y otro de Poetas españoles contemporáneos. Una parte fundamental de cuanto entonces se escribió sobre poesía y en poesía, muchas coordenadas que aún nos sirven para comprender a los grandes autores del momento, y hasta montones de versos de las plumas más dispares (de Blas de Otero a Gil de Biedina), nacen ni más ni menos que de esos dos libros.

La epopeya francesa, y con ella la épica roinánica medieval -así lo proclamaba la ortodoxia-, habían surgido por elaboración letrada en el curso del siglo XII. De pronto, cuando a los romanistas no les había dado tiempo a respirar después del susto de las jarchas, un artículo aparecido en la Revista de Filología Española y consagrado a dilucidar las pocas palabras de una desconocida Nota Emilianense demostraba más allá de cualquier duda que para principios del siglo XII el Cantar de Roldán era ya casi una antigualla que llevaba decenios y decenios corriendo de juglar en juglar, de boca en boca.

La enumeración, el catálogo, la bibliografia podría extenderse hasta el tedio. Pero esos pocos detalles bastan para dar una idea de lo mucho que hemos perdido. Pertenecía a una época y a una generación de gigantes, y enanos somos quienes hemos venido después; si no fuera por otras razones, porque hemos de medirnos por la talla que era suya. Podemos Horarle porque le queríamos, porque le debíamos más que se puede decir. Pero le lloraremos, en cualquier caso, por lo pobres que sin él nos descubrimos, por lo solos que sin su presencia lejanos nos quedamos. ¿Quién como él podría hoy encauzar una riquísima promoción de poetas españoles, apuntar caminos inéditos a la novela, definir la estética de medio siglo de plenitud literaria, revolucionar la lírica, remontarse a la Edad Media, al Renacimiento, el Barroco, y cambiar radicalmente las interpretaciones y los hechos que pasaban por más sófidamente establecidos? En verdad, ¿quién como él? ¿Quién como Dámaso Alonso?Francisco Rico es académico de la Lengua.

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