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Tribuna:LA MUJER MÁS BELLA DEL MUNDO
Tribuna
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Una escultura de la misma materia que los sueños

Hará dos o tres años, en el transcurso de la Mostra veneciana, tuve la oportunidad de entrevistar a J. L. Mankiewicz, a quien rendía homenaje el festival. El cineasta se mostró siempre animoso y combativo, dedicando a sus colegas más jóvenes y fascinados por la tecnología una serie de epigramas dignos de figurar en los diálogos de la mejor de sus películas. Mankiewicz hablaba de dirigir de nuevo, de proyectos, como si tener 80 años no le jubilara obligatoriamente a los ojos de todas las compañías de seguros. No dio la menor importancia a la edad excepto en el momento en que se le dijo que Ava Gardner no podría acudir a Venecia debido a que estaba muy enferma. Pudo oír la voz de Ava, que le envió un mensaje grabado, cariñoso y vital, y el brillo de sus ojos se hizo más intenso. Mankiewicz había esculpido en 1954 la escultura que captaba la esencia mítica de Ava: La condesa descalza. En el filme, ella es una diosa humana, una extraordinaria figura griega en mármol, pero cálida y auténtica; una dama en traje de noche que sabe que para bailar la danza de la pasión hay que lanzar los zapatos bien lejos 31 dejar que los pies pisen el cielo.Se ha dicho muchas veces que no era una gran actriz, y que la mayoría de las películas en las que intervino no eran buenas. Son dos afirmaciones estúpidas. Ava nunca tuvo que ser actriz porque, aun siéndolo, y cada vez mejor con el transcurso de los años, era un personaje que devoraba con su sensualidad y clase cualquier papel que pusieran en sus manos. En La noche de la iguana tenía enfrente a Richard Burton y Deborah Kerr, y lo cierto es que ellas se imponían en la pantalla. Deborah Kerr en un papel de aparente reprimida que sabía explicar y experimentar como nadie sus pocas aventuras amorosas. Ava Gardner como alguien que sabe vivir con su mala fama y contra los prejuicios de los demás.

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Respecto a su filmografía, lo mejor será convenir que no es esplendorosa, pero ella la sobrevive plenamente. Tenía una extraña cualidad, esa que la mitología atribuye a los dioses griegos y que no es otra que el saber conjugar su divinidad con las pasiones humanas. Era la más bella, la más distante e inaccesible, pero también la más dispuesta a enamorarse y enamorar, a emborracharse hasta perder la corona de laurel y los coturnos, a rebajarse para que todos pudieran creer por un momento que habían vencido su orgullo. Pero eso era imposible, porque ella conservaba la dignidad de quien nunca miente, incluso cuando encarnaba a una gran embustera.

No es extraño que La condesa descalza y Pandora... figuren entre los filmes preferidos de todos sus admiradores. En ambas películas Ava Gardner tiene una dimensión mitológica razonablemente expuesta en el caso de la dirigida por Mankiewicz; enloquecida en la firmada por Albert Lewin. Hay, sin embargo, quien la prefiere recordar en Mogambo, dando lecciones de vitalismo y valentía a una meliflua Grace Kelly, incapaz de oír el rugido de un león sin reclamar inmediatamente unas espaldas masculinas tras las que protegerse. En Forajido puede que muchos la vieran por primera vez, o que fuera en El gran pecador, un título idóneo para cautivar a la España de los cuarenta, el que la descubriese para el espectador peninsular. Da igual. Joven y hermosa hasta lo imposible o ya madura y con un rostro que sabía responsabilizarse de cada una de sus arrugas, dueño de unos ojos a los que nada sorprendía pero que continuaban interesándose por todo, Ava Gardner era una escultura viva hecha de la misma materia que los sueños.

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