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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Moral del suceso

LA PSIQUIATRíA oficial está logrando lo que llama desinstitucionalización de los enfermos mentales: sacarles a la calle y encomendarles a sus familias y a la sociedad. Éste es un hecho por el que una sociedad civilizada debe felicitarse. Los avances en la investigación médica y farmacológica permiten hoy día reducir el internamiento de estos enfermos y su reincorporación social mediante asistencia en ambulatorios. Sucesos tan angustiosos y conmovedores como la muerte de tres niños en Badajoz tiroteados por un loco o la muerte de una monja en Barbastro a manos también de un enfermo mental no invalidan este análisis. Por muy duro que resulte escribirlo, ése es un riesgo que debe asumir la sociedad a cambio de permitir la reinserción de varios otros miles de enfermos que no han agredido a nadie y a los que su desequilibrio no les impide relacionarse normalmente. Pero los riesgos deben ser siempre los mínimos posibles, y, en la situación actual en España, la realidad es que resultan dramáticamente excesivos.Los enfermos mentales salen de los psiquiátricos sin que la sociedad les ofrezca una red de asistencia, que en su caso es vital. Muchos médicos cumplen a disgusto normas en virtud de las cuales se fuerzan las altas prematuras en los hospitales y se encomiendan los enfermos a los ambulatorios, a los cuales no acuden (muchos de ellos no reconocen su enfermedad y las familias no tienen forma legal ni física de conducirles a ellos) o acuden sin resultado de cura o, por lo menos, lenitivo. Por lo demás, ese principio que aún defienden grandes profesionales tiene un lado menos limpio: el enorme ahorro que supone para la medicina pública la supresión de camas, hospitales y personal, sobre todo ante un número creciente de enfermedades mentales y por la asimilación de la drogadicción a esas enfermedades. Amparadas por fines supuestamente morales, las disposiciones y normas se acogen en la Administración con entusiasmo.

En estos momentos, un internamiento forzoso sólo puede realizarse por orden judicial; el juzgado de guardia suele remitir la solicitud a primera instancia, desde donde se envía a un forense, no siempre especializado en enfermedades mentales, que suele atender, afortunadamente, las indicaciones del psiquiatra que atiende al enfermo, si lo hay. En esos días, el enfermo psiquiátrico puede estar pasando sin atención una crisis grave que quizá le deteriore definitivamente. La policía no puede intervenir -ni entrar en la casa donde está el enfermo- sin orden judicial ni las ambulancias trasladarle. Y las ambulancias puede n negarse a hacerlo por razones de riesgo: algunos enfermos se han escapado o se han suicidado.

En las instituciones -públicas o privadas-, las estancias no suelen durar más de 15 días; en cuanto hay un período de calma se da el alta. Ningún médico ha advertido a los familiares de un enfermo dado de alta, en quien veían un peligro inminente, de los riesgos latentes. Pero tal caso terminó en suicidio días después, y tal otro, en agresiones a personas; otros -sin duda los menos- concluyen en sucesos sangrientos. Los homicidas irán a parar a los psiquiátricos penitenciarios, cuya capacidad para ofrecer el tratamiento médico adecuado puede considerarse muchas veces como inexistente. El director de uno de ellos ha explicado que sus internos han llegado a él ya sin remedio por la falta de atención en otros centros.

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Estamos entonces en una lógica circular. Miles de enfermos podrían sanar si el sistema garantiza su paulatina reintegración social; pero conviene que se sepa que el riesgo de hechos como los que motivan este comentario subsiste. Especialmente si el principio general no se acompaña de las necesarias dosis de prudencia y sentido común y de medios que no hagan descansar toda la responsabilidad en unos familiares no preparados para esta tarea.

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