'Patata caliente'
LA IMAGEN del nuncio siendo cacheado por soldados norteamericanos a la salida de la legación vaticana en Panamá cubre de oprobio a quienes, despreciando los usos diplomáticos, vejan gratuitamente a una persona que, a su condición de hombre de Iglesia, une la de diplomático. Es sabido que gran parte de las relaciones internacionales descansa sobre el concepto mismo de la inviolabilidad del mensajero. La ignorancia de ese principio rompe una de las más elementales reglas del derecho internacional. En los últimos siglos se han ido acuñando, en las relaciones entre Estados, normas de civilidad que casi nadie -ni siquiera países en guerra- conculca.Yéndose a refugiar en la residencia de monseñor Laboa, Noriega ha jugado con habilidad sus cartas y ha traspasado el problema de su incómoda presencia a otras manos. La operación lanzada contra él por EE UU tenía por objeto su arresto y traslado a territorio estadounidense para ser juzgado por sus conexiones con el narcotráfico. Laudable propósito que tan espectacular y violenta acción militar no ha resuelto; antes bien, ha comprometido el prestigio militar de Washington y puede poner en dificultad los progresos de la paz en Centroamérica.
Noriega se encuentra en el interior de la nunciatura, de momento en calidad de invitado temporal. Pero estos asilos -recuérdense los del ex presidente argentino Cámpora en la Embajada mexicana en Buenos Aires durante cuatro años y del cardenal Mindszenty en la de Estados Unidos en Budapest durante 20- tienen tendencia. a transformarse en problemas enquistados.
Cualquier solución posible debe pasar por que Noriega sea entregado, en todo caso, a un tribunal competente que armonice la administración de la justicia con la posibilidad de que Panamá recobre la independencia y la paz. El ex dictador ha manifestado su deseo de ser entregado a Cuba, Nicaragua o España, lugares en los que espera poderse librar de las dos fuerzas que le amenazan: la mafia del narcotráfico, que parece tener cuentas que ajustar con él, y el Gobierno de EE UU, que está decidido a meterle en la cárcel. El traslado a Managua o La Habana equivaldría de hecho a la exculpación de un dictador corrupto que debería ser juzgado no ya por sus supuestas conexiones con el tráfico de drogas, sino por los numerosos delitos cometidos contra su propio pueblo.
El Gobierno español, por su parte, trata de evitar que la patata caliente llegue a Madrid. Hace meses, el presidente González ofreció acoger al dictador panameño si con ello contribuía a resolver la situación en aquel torturado país. Ahora que las cosas se han complicado extraordinariamente, las autoridades españolas no quieren verse enfrentadas a un difícil dilema. Tal vez por ello, el ministro de Asuntos Exteriores, Fernández Ordóñez, se precipitó al declarar que, en menos de 24 horas, Noriega tendría que ser extradido a Washington en aplicación del tratado existente entre EE UU y España. Nada menos cierto: antes que nada, porque son los tribunales de justicia los que deben determinar en primer lugar si la extradición es conforme a derecho, y ello lleva tiempo; y después, porque el Gobierno puede bloquear una extradición concedida. De modo que una eventual entrega de Noriega a Estados Unidos por parte de España obedecería, en última instancia, a una decisión política del Gobierno y no sólo a una aplicación automática del tratado.
La solución más razonable desde un punto de vista teórico sería la de la entrega negociada del general Noriega a las autoridades panameñas para su enjuiciamiento por los tribunales de este país. ¿Pero es ésta ya una vía posible? La intervención estadounidense ha convertido al presidente Endara, democráticamente elegido hace meses, en un instrumento privado de voluntad propia. La recuperación de su legitimidad democrática pasa por que Washington se retire de territorio panameño y, derrotado el dictador, permitiera que fuera su pueblo el que lo juzgara.
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