Un oscuro redentor
"Significo lo que digo", explicaba -o no explicaba- Samuel Beckett. Se le aplicaron palabras para definir su obra: nihilista, posexistencialista, cristiano alegórico: no aceptaba ninguna. Ni la más fácil, ni la más extendida del absurdo, que compartía con lonesco y con Genet; no quería aceptar que lo que escribía no fuese una realidad íntima; y su aceptación universal significaba una intimidad de todos. Como si el hombre de este tiempo tuviera una especie de intuición escatológica que en su propia esencia le condujese hacia un final, que de ninguna forma era la nada. La más famosa de sus obras de teatro, Esperando a Godot, no mostraba en absoluto un fin predeterminado, ni siquiera con la metáfora de Godot = God = Dios que nunca llega, sino con la angustia de un infinito presente.Sin embargo, a medida que su vida y su escritura avanzaban el infinito como más delgado y, si se pudiera decir, como más infinito; claramente, con la capacidad literaria de dar al espectador una visión aún más sin fondo pero también sin negación definitiva. Su técnica se fue depurando hacia ello: menos personajes, un personaje y una cinta grabada, una cinta sólo. Pero, aun así yo, tiendo a percibir en él un optimismo de fondo, que autores más materiales como Sartre o Camus no aceptaban. Esos personajes aparentemente perdidos no cejaban un solo momento en tratar de reconocer el medio en el que estaban incrustados, en buscar formas de supervivencia, o de un equilibrio entre espera y esperanza.
Invisible
Tampoco me es fácil creer en lo que dijo Brecht, que odió Esperando a Godot porque lo consideraba un indicio de la decadencia de Occidente. Más desgraciadamente decadente era la forma de heterodoxia occidental que representaba él, y que en estos días se está haciendo cenizas. Pero Beckett no fue nunca un político, ni siquiera en el sentido de ideología o de filosofía: podía ser un teólogo, educado en la pequeña sabiduría de su padre, pastor protestante, y de su estancia en el Trinity College (profesor de francés); y alcanzada en ese hombre solitario de un barrio de París; su mayor ambición era hacerse invisible, apenas hablar con gente sencilla, y nunca sobre su obra. A veces ha dicho, corno para reducirse a sí mismo, que lo que sabía de teatro lo había aprendido en esa escuela ya desguarnecida que fue el music hall que él veía en Dublín, y cuyos diálogos cómicos ya le parecían intrigantes y absurdos.No deja escuela. No ha sido nunca posible continuarle o imitarle, o repetir un molde que en sí es vago. Deja, en cambio, una inmensa influencia en la literatura, dramática y narrativa, en la dialéctica del pensamiento, en todos quienes han imaginado algo a partir de él. Sin embargo, sería cruel decir que es el símbolo de una época que no ha visto salidas, y que un nuevo mundo no podrá contenerle más que como el testigo de excepción de un tiempo pasado, cuando él creía en algo más allá del universo: en una oscura redención.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.