Los ochenta
Antes de que soñara con el ordenador, antes siquiera de que inventara el ábaco, el hombre contaba con los dedos. De niños se nos advierte que los dedos no se emplean para empujar la comida en el plato ni para explorar la nariz. Los dedos sirven para contar. El sistema decimal y la numeración en base 10 se fundan en la evidencia anatómica de nuestras manos, y lo mismo, ocurre con el transcurso del tiempo, que se deja domesticar en décadas, y las décadas en siglos, ante la más absoluta indiferencia del sistema solar. Si la evolución nos hubiera dotado de pinzas como al bogavante, la humanidad sería mucho más sabrosa y echaríamos las cuentas de otro modo. Tal como son las cosas, este año se terminan los ochenta y se abre una nueva década, y al final cle la recta cambiamos de milenio. Da vértigo pensar que, a pesar de todo, el calendario no conduce a ninguna parte.No obstante, tan amarga conclusión, nada nos impide hacer balance, o mejor dicho, buscarle a los ochenta un adjetivo. ¿Serán para la historia los ochenta democráticos, los ochenta terroristas, los ochenta felipistas? ¿Habrán sido los ochenta novelistas o los ochenta sin más, definidos únicamente por el. descoricierto? ¿Serán los ochenta desconcertantes? La década casi se inició con los acontecimientos que alguien evocaba en un poema del que sólo consigo recordar el primer verso: "Aquel golpe de Estado tan temido". Ha concluido ahora con el asesinato de Muguruza, y en ese ámbito intermedio, cargado de olor a pólvora, resonante de baladronadas, salpicado de masa encefálica y miembros amputados, flota el cadáver del senador socialista Enrique Casas, y el del pediatra Brotiard, y el de una mujer de la limpieza de Citroén, y el de un mecánico de Renault, y tantos otros. La memoria de los ochenta, a ese respecto, será la última visión de aquel niño al que una deflagración reventó los o¡os. Si los ochenta aspiraban a ser los años de la negociación, ya se han encargado los provocadores incrustados en los aparatos del Estado y los poderes fácticos de Herri Batasuna de sabotear esa levísima esperanza. Hay acontecimientos tan nefastos que más valiera contarlos con los dedos de los pies.
El final de la década felipista habrá visto perder la mayoría absoluta en las Cortes al partido del presidente. Estarán satisfechos quienes deseaban ante todo dar una lección a los socialistas. Podrán asistir al espectáculo de las decisiones políticas calculadas en función de algún diputado independiente, tránsfuga o indeciso. La prepotencia con que Ruiz Gallardón anunciaba el fin de la prepotencia del PSOE da a entender cuál será la multiplicada prepotencia de su partido si algún día llega a ganar las elecciones. Tan ufano se hallaba el joven que descubría su alma. Naturalmente, la memoria de estos 10 años atribuye mayor peso específico a los acontecimientos recientes que a los de más lejana perspectiva. Apenas podemos precisar las circunstancias que empujaron a Suárez a emprender la travesía del desierto por el centro, que es la parte más ancha. Sin embargo, recordamos con nitidez sus rasgos crispados, en octubre último, al sentir que se hundía en la arena. Dicen que el centro, en política, es como el triángulo de las Bermudas: quien se adentra en él, desaparece. Mejor suerte hubiera merecido el duque en una década que no le fue propicia. Un diputado muy ladino se le fue del partido en Madrid tras el revés de las elecciones, y aún pretendía que la decisión la había tomado antes. Decididamente, después de la prepotencia, debe ser el oportunismo el pecado nacional.
¿Quién sabe de quién serán los noventa? Esta pregunta me viene a la mente recordando una comedia musical que cosechó cierto éxito, y cuyo título el calendario ha petrificado para siempre. "Los ochenta son nuestros", rezaba el cartel en un teatro de la calle del Barquillo, aunque el público, de suyo escéptico, entraba a divertirse, y para nada a averiguar qué mérito había hecho aquella gente para apropiarse de la década con cuatro estribillos y media docena de tacos soltados desde un escenario. Cierto es que también Cela ha soltado muchos tacos y ahora le han concedido el Premio Nobel, y el final de la década es suyo. Pero no vamos a comparar. De nuevo han salido a relucir las más variadas etapas de la vida de Cela, que fue confidente, que fue censor, que fue o sigue siendo soez, características todas ellas que nada tienen que ver con el juicio literario, y que, sin embargo, añaden complejidad y penumbra al carácter, como si dijeran que fue espía, proxeneta y ladrón. ¿Qué escritor en busca de un personaje se lo habría de reprochar? Parece ser que Cela, por su parte, ha desdeñado a los jóvenes autores, lo cual es una tontería del mismo orden que desdeñar a los jóvenes electricistas. De todos modos, yo he cumplido este año los 40 y no me siento incluido en el desdén.
Cuando yo tenía seis o siete años y Cela era joven, recuerdo haber leído por entregas el Viaje al Pirineo de Lérida en las páginas dominicales de Abc. Le conservo por ello una entera gratitud. A la vista del progreso por arrasamiento que ha sufrido la Península desde aquellos años, me figuro que los libros de viajes de Cela serán para el lector actual una especie de antropología geográfica, entrañable y perdida, al modo de los cuadros de un Sorolla. Adolescente ya y Cela maduro, la literatura me llevó por otras preferencias, o, dicho de otra forma, el autor no maduró por el mismo rumbo que mis gustos, aunque si por el camino de sus muchísimos lectores. Yo creo que Cela debe el Premio Nobel a esa representatividad, y un poco a la familia real y sus primos de Estocolmo. En cuanto al presunto Cela, espía, confidente o censor, recuerdo una anécdota de la década anterior. El diario de sesiones de las Cortes constituyentes habrá registrado que el senador Cela soltó un pedo mientras hablaba el bendito Xirinachs. ¿Hará lo mismo el premio Nobel en presencia de la Academia Sueca? Mucho me temo que no, y con ello dará la razón a quienes aseguran que Cela suelta los vientos sonoros cuando hablan los débiles, y los retiene o los acalla en presencia de los poderosos. Cabe la hipótesis de que, con la edad, haya perdido fuelle. Yo le deseo al menos una suerte de inmortalidad. El año 1910, Paul Heyse obtuvo el Premio Nobel, y a mi alrededor nadie sabe quién era. Puede ser que en el año 2070 nadie sepa quién fue Cela, y su cabezota de bronce, en Galicia, esté arrinconada, coronada por la hiedra, en algún hermoso parque junto al mar.
Finalmente, la clécada termina, y los noventa se llenan de expectativas. Así, llamemos a los años que se han ido los ochenta desconcertados, para dejar paso a los noventa expectantes. El Partido Cornunista Italiano cambia de nombre; Europa descubre que no es hemipléjica, y en la Quinta Avenida de Nueva York el muro de Berlín se vende a cinco dólares el cascote y entre 60 y 70 dólares el ladrillo completo. Se acabará cumpliendo la profecía de Nabokov. Llegará el día en que los rusos se pregunten quién era aquella mujer, de nombre Lena, en cuyo honor se bautizó la ciudad de Leningrado. El comunismo demuestra su vigor histórico destruyéndose. Quizá los noventa nos traigan también la democratización de los países capitalistas, empezando por el general Mobutu, y por el general Bongo, y por Hassan, que le tengo manía.
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