"Proletarios del mundo, ¡perdonadnos!"
Asistimos, estupefactos, emocionados, a una revolución auténtica, de las que surgen imprevista, y espontáneamente de abajo arriba, de la voluntad irrefrenable de la gente de transgredir el miedo. En la ideología de granito y el telón de acero aparecieron las primeras grietas cuando sobre ellos empezaron a inscribirse dos palabras rusas hasta entonces desconocidas (me temo que también allá) que hoy, aquí, tan sólo dos años después, ya dan nombre a discotecas y grupos rockeros. Nadie jamás sospechó que esas grietas tardarían tan poco en convertirse en rajas siempre más permeables, en aberturas siempre más extensas y ahora, en Berlín, en el derrumbe definitivo de esa escalofriante muralla de la intransigencia, representación viva de todo lo que ahora, por fin, está disolviéndose sin disparos, sin sangre, sin gestas heroicas, sin líderes, sin otra consigna que la de vivir y dejar vivir, entre risas y abrazos, como siempre soñamos que fuera una auténtica revolución.Precisamente en el 72º aniversario de aquella otra revolución, la de octubre de 1917 en Rusia, ésa sí sangrienta, plagada de héroes, banderas y consignas, de la que durante tanto tiempo tantos creímos con mayor o menor devoción que emanaría la salvación de la humanidad entera gracias a su proletarización, militarización y burocratización sistemáticas, precisamente en esa fecha, decía, cuando con algunas concesiones todavía se exhibía ante el mausoleo de Lenin -Oportuna y temporalmente (¿?) cerrado "por obras"- el apabullante espectáculo del poder absoluto, una manifestación paralela autorizada, ésta sí popular, avanzaba apaciblemente por otras calles de la ciudad. Un joven moscovita, que apareció fotografiado en la primera página de este periódico, enarbolaba una de las pancartas más conmovedoras de cuantas he tenido ocasión de ver y leer en estos últimos emocionantes meses en la Prensa: "Proletarios de todo el mundo, iperdonadnos!".
¿Cómo?, pensé, ¿por qué y de qué se excusarán ellos? Aquel joven había crecido en la sociedad del terror que tanto recuerda la descrita por Orwell en su novela 1984. No ha conocido otra cosa. A él, y a todos los rusos como él, se los había tragado, antes ya de nacer, la masa informe a la que los tenía destinados desde el Irilclo el profeta Lenin y que, una vez bien aprendida la lección del maestro, tan bien supo domar Stalin y los que le siguieron. Tú no tienes por qué excusarte, hijo, pensé.
Digámoslo de una vez: ¡los que debemos pedir perdón, si perdón hay que pedir, somos nosotros, los de aquí, de este lado, comunistas, socialistas, intelectuales, marxistas o marxianos creyentes, indecisos o indiferentes, compañeros de viajes, aristócratas y burgueses y nuevos ricos de izquierdas, irónicos y cínicos y distanciados progres, tontos útiles, populistas, obreros aleccionados, empresarios vergonzantes y otros
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"Prolrtarios del mundo iperdonadnos!"
Viene de la página anterioresquizofrénicos de la Europa de la democracia! ¡Nosotros hemos tranquilizado todos estos años, a costa de vuestro pellejo, la mala conciencia de las pequeñas traiciones a nosotros mismos, de nuestras crecientes contradicciones y de nuestras miserias cotidianas! ¡Nosotros sí disponíamos de los medios para conocer las atrocidades del exterminio sistemático de millones de personas (¡porque son millones!) en vuestros gulags, en vuestros campos de rehabilitación por el trabajo, en vuestros hospitales psiquiátricos, en los calabozos del KGB, en la guerra de Afganistán! ¡Nosotros nos negamos deliberada y reiteradamente a ignorarlo todo en nombre de lo que para nosotros no era sino una abstracción, una idea que hacía más líricas nuestras átonas vidas o más encendidos nuestros discursos, pero que para vosotros era un intolerable infierno! ¡Nosotros, en la penumbra de nuestra ceguera voluntaria, nos hemos resistido a detectar los síntomas, no obstante siempre más escandalosos, de la corrosión de ese sistema que durante 72 años cebó al ejército más armado del mundo mientras extenuaba siempre más la economía civil, que encumbró a una burocracia siempre más privilegiada y corrupta mientras la población hacía colas interminables para comprar las sobras! Desde nuestros pasados fascismos europeos, ¡nosotros, si alguna duda tuvimos entonces, no creímos oportuno -o lo que es peor, no nos atrevimos a ello por temor al juego sucio de la difamación- denunciar a vuestros verdugos a la par que a los nuestros, porque caímos como simples en la trampa letal de creer que hay totalitarismos buenos, convenientes, y otros malos, condenables; bombas, armas y centrales nucleares buenas, útiles, y otras malas, destructivas! ¡Nosotros apoyamos manifiesta o implícitamente con nuestra pasividad, entre otras muchas barbaridades, el aplastamiento por los tanques soviéticos de los consejos obreros independientes de Hungría en 1956, la invasión de Checoslovaquia en 1968 y la matanza de la plaza de Tiananmen en 1989! ¡Nosotros, defensores aquí de la libertad de expresión, aceptamos sin chistar que allá vuestros ideólogos reinventaran la historia, mutilaran la creación artística, borraran literalmente del mapa naciones, lenguas, culturas! ¡Nosotros, que denunciamos a gritos a los Pinochet y otros indeseables de su especie, nos inhibimos aún hoy ante la desinformación sistemática acerca de los totalitarismos y terrorismos marxistas-leninistas de Asia, África y América Latina, acerca de tiranos como Fidel Castro, de cuya última gran farsa -el juicio por narcotráfico contra sus más cercanos colaboradores- tragamos en disciplinado silencio el intento de hacernos creer que el dictador lo ignora todo! ¡Nosotros, que podemos expresarnos, todavía ocultamos, manipulamos y, sobre todo, olvidamos!
¡Perdonadnos, pues, vosotros, hijos, nietos y bisnietos de la Revolución de Octubre de 1917! ¡Perdonad a quien, como George Marcháis, secretario general del Partido Comunista Francés, en esa nueva estrategia trapera de los comunistas europeos que consiste en intentar que la gente confunda socialismo con comunismo, nos entrega en este mismo periódico, el 17 de noviembre de 1989, perlas como la que sigue: "El socialismo y el comunismo no desaparecerán. La crisis del capitalismo es una crisis de sistema. La del socialismo [léase comunismo], no". ¡Perdonad a quien, como el señor Julio Anguita, el 12 de noviembre de 1989, también en este periódico, opina aún que "el problema de los partidos comunistas del Este es que son ideológicamente débiles", mientras procura barrer la hoz y el martillo de su partido debajo de la alfombra de sus 18 escaños. Perdonadle, porque seguramente no sabe lo que dice cuando añade: "Esos pueblos van a conocer otro tipo de economía, van a poder ir a El Corte Inglés, pero también saber lo que es vivir en Orcasitas y el Bronx", queriendo olvidar -y queriendo que olvidemosque, puestos a vivir en la indigencia, ya sea ésta de allá o de acá, siempre será preferible la que al menos otorga el derecho al pataleo y alguna, aunque remota, posibilidad de alterar esa situación. No lo digo yo, lo van diciendo los miles y miles de ciudadanos de la hasta ahora otra Europa y en especial los de la RDA, que en estos últimos meses han ido abandonando su país, por más señas el más rico de los que pertenecen al sistema económico comunista.
Y ¡perdonadnos por nuestro desconcierto actual! Pero en nuestro descargo tened en cuenta que toda revolución de verdad pilla al mundo desprevenido, apoltronado en una situación conocida y estable, donde las reglas del juego están perfectamente controladas. No sólo va a cambiar ya irremediablemente el paisaje político, económico y social de Europa, sino el geográfico. Será apasionante asistir en los próximos meses y años a la reestructuración ahora forzosa de esa vieja Europa, con todos sus achaques, por la que muchos seguimos apostando, ahora más que nunca, porque difícilmente una salida viable para todos podrá darse a sus espaldas. La evolución de los acontecimientos se anuncia imprevisible, rápida, irresistible. Vuelvo a leer con avidez los periódicos, no me pierdo un telediario, y aun así siento que me falta la suficiente información, probablemente porque ésta irá durante un tiempo ligeramente atrasada con respecto a los acontecimientos.
Entretanto fallece Pasionaria, nonagenaria, legendaria y admirada luchadora antifranquista, pero también venerado mito del estalinismo hispánico del que jamás se desmarcó, aunque, ya muy anciana, decidiera pactar un prudente silencio con el eurocomunismo de la reconciliación nacional y un férreo y consecuente hermetismo con quienes, aun asegurando sobre su cuerpo presente que el partido que ella presidía no desaparecerá, se están apresurando a escamotearle siglas y símbolos, a ver si cuela.
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