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Don Giovanni come hamburguesas y bebe cola

Sellars y Strehler presentan en París nuevos montajes de las óperas de Mozart y Beethoven

Un gran letrero en luces de neón rojas y azules anuncia a la puerta de la Casa de la Cultura de Bobigny, en París: "Don Giovanni, de Mozart-Sellars". No figuran ni los nombres de los cantantes ni siquiera el director musical. En pleno centro, en el teatro de Chatelet, sucede algo parecido. El protagonista de Fidelio es el director de escena Strehler. Beethoven y Lorin Maazel quedan en un segundo plano.

Peter Sellars nació en Pittsburg, Pensilvania, hace 33 años. Es el enfant terrible de los nuevos divos de la ópera. A sus puestas en escena de nuevas creaciones operísticas como Nixon en China, de Adams, o La electrificación de la Unión Soviética, de Osborne, hay que añadir la trilogía de las óperas de Mozart-Da Ponte, originalmente representadas en la Universidad Sur de Nueva York, dentro de la Pepsico Summerfare.Tras una escala en Viena, donde la radiotelevisión austriaca se ha apresurado a grabar en vídeo las tres óperas como uno de los platos fuertes para la celebración del centenario de la muerte de Mozart en 1991, Sellars ha recalado en uno de los arrabales de París, una zona industrial con 1.350.000 habitantes, para presentar sus peculiares versiones de Don Giovanni y Las bodas de Fígaro. En el público que abarrota las sesiones hay gente joven e informal, pero también más de una señora con visón.

Cocaína

La apuesta de Don Giovanni es de una gran audacia. El seductor y Leporello se preparan una raya de cocaína al comienzo del segundo acto. Don Giovanni se inyecta un pico de heroína tras su aria Finch, han bal vino, algo que también hace doña Anna tras el No mi dir, bell'idol mio. Doña Elvira es una punkie. La acción transcurre en el Harlem hispánico, donde las tribus urbanas imponen un ambiente de violencia y desolación. El trabajo teatral es espléndido. En la escena de la cena previa a la aparición del comendador, don Giovanni celebra su banquete con hamburguesas, patatas fritas y coca-cola, ambientado con un enorme aparato reproductor de casetes, en pleno suburbio callejero. Doscientos años después, la música de Mozart sirve, como antes, para expresar un retrato de la condición humana, de los abismos de la infelicidad. Algunos detalles innecesarios y efectistas -la escena del catálogo, con proyección en pantalla de una serie de mujeres desnudas- no impiden la sobriedad de un trabajo creativo e iluminador que el público -este público: teatral, moderno- recibió con entusiasmo.Los interrogantes se plantean a partir de este momento. Musicalmente, es un Don Giovanni correcto, con alguna morosidad en el planteamiento orquestal (por servir al texto, a las voces, al teatro de nuevo) que desemboca en pérdida de tensión, un Don Giovanni que habría pasado sin pena ni gloria de no ser por lo atrevido de la solucion escénica. Es curioso también observar que una tragedia moderna se ilustre con músicas del XVIII y no con músicas actuales.

En el lado opuesto, Strehler ha vuelto a abordar, 20 años después, una de las óperas que le obsesionan. "Fidelio es un drama humano, social, político. Es un grito contra la tiranía, un grito de paz y de amor". En relación con el montaje de Florencia en 1969, Strehler y Frigerio profundizan en la técnica del claroscuro. La piedra deja paso a algún elemento de madera. La sencillez, la sobriedad, son máximas. La belleza plástica es enorme, dentro de un clasicismo tenue y armonioso. Prescindiendo de la obertura Leonora III, Lorin Maazel dirigió con transparencia y afinidad con la escena, destacando la sonoridad intensa y expresiva de la cuerda. El elenco vocal -Jerusalem, Hass, Rybl-, equilibrado. Pero lo que queda en la memoria es la fascinación visual. En Sellars, como en Strehler, la cultura de la imagen abre nuevos caminos para la ópera. O dicho de otra forma, se oye menos y se ve más.

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