Sopa
Los veo en televisión, en los periódicos: alemanes del Este que, con los ojos inundados de emocionadas lágrimas, se lanzan a Berlín Oeste a comprar calcetines de colores, racimos de plátanos y gafas de sol hechas en plástico reluciente y barato. Son un pueblo culto y laborioso; han sufrido, han trabajado duramente, han limpiado su país de escombros piedra a piedra con manos desnudas que el hielo del invierno amorataba, han cruzado el largo desierto del estalinismo y se han despellejada el alma, en fin, intentando construir un mundo nuevo. Y ahora se diría que están dispuestos a vender todo ese dolor, toda su historia y su pasado, por una sopa de lentejas. Una sopa, eso sí, que salga en los anuncios de esa televisión de la RFA que también puede verse desde el lado Este.Sí, esto es una simplificación. Ya sé que muchos alemanes orientales no son así. Y sé que también piden libertades y derechos democráticos. Pero cuando los veo en las fotos, en los noticiarios, están siempre espasmódicamente aferrados a algún bote de sopa. A lo peor los pintores pop tenían razón y las latas de Campbell son el retrato esencial del ciudadano moderno. A lo peor ésa es nuestra alma, nuestra enjundia. Pura sopa.
A veces, cuando visito como reportera países remotos, pregunto, entre otras cosas, cuánto cuesta allí un televisor, un frigorífico o un coche, como si eso, y me admiro ahora al meditarlo, fuera un apreciable termómetro del latir de esa sociedad. Esto es, como si los televisores y demás parafernalia consumista formaran parte esencial de nuestra: humanidad.
El Este se desploma con estruendo; tantas ambiciones, tantas banderas enfrentadas, tanta pasión y tantos muertos para nada. Qué melancolía: empiezo a sospechar que los seres humanos no somos sino una triste colección de electrodomésticos, comestibles envasados al vacío y cachivaches.
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