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Roa Bastos, la literatura como ascesis

El premio Cervantes dice que reescribirá 'El fiscal', la novela que destruyó tras cuatro años de trabajo

Andrés Fernández Rubio

Augusto Roa Bastos, último premio Cervantes, cree que es un hombre viejo, pero no por sus 72 años, sino por vivir en un período arcaico de la literatura. Ello significa que ve su oficio de escritor como camino personal de ascesis, en el polo opuesto a "esa especie de monstruoso crecimiento del sentido publicitario que tiene el trabajo de los autores de ficción". Caso extremo sería el de Umberto Eco, y Roa Bastos está dispuesto a festejarlo como una hazaña de la inteligencia pragmática. Pero él piensa que ése no es el camino, y por eso destruyó las 1.500 cuartillas de su novela El fiscal, un trabajo de cuatro años que espera retomar cuando la situación de Paraguay se aclare.

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ENVIADO ESPECIALAunque Roa Bastos ironice al considerarse viejo porque piensa que hay que ser riguroso con la obra propia en esta época de mutaciones históricas, visitando su casa de Toulouse, ciudad francesa en cuya universidad enseña literatura, queda claro que no es viejo. El piso es la imagen viva de un entrañable desorden provocado por sus tres hijos pequeños, de ocho, siete y tres años, nacidos de su último matrimonio con una española e hija de exiliados republicanos (sus tres hijos restantes, ya adultos, residen uno en Suecia y dos en Caracas). En el suelo están los juguetes de una mañana de sábado, y de una de las paredes cuelga el dibujo infantil de un pez con las escamas de colores, llamado Pez arlequín.Hay que subir a la planta superior para cambiar por completo de ambiente y entrar en un estudio en el que la austeridad domina. En una de las librerías destacan las diversas traducciones de las novelas de Roa Bastos Hijo de hombre y Yo, el supremo. A principios del próximo año aparecerá la nueva obra del escritor, tres novelas breves interrelacionadas -una de ellas con el título Un país detrás de la lluvia- que tratan de recuperar la estructura del tríptico pictórico con una escritura visual.

"No es extraño que sea así", dice un Roa Bastos afable y tranquilo, "porque en mi caso el mundo entró por primera vez en mí mediante imágenes, y no a través de signos de escritura, pues viví en un lugar semisalvaje en el que la idea del libro era algo mítico".

Nacido en la capital de Paraguay, Asunción, a los pocos meses la madre de Roa Bastos se trasladó con él a Iturbe, donde " su padre iba a ser el administrador de una fábrica de azúcar de caña dulce en construcción. "Iturbe aparece en mi obra como Manorá, una palabra guaraní que significa el lugar para la muerte. Sus habitantes se enojan conmigo creyendo que hago historia, cuando lo que escribo son obras de imaginación". "De Yo, el suprerno", añade, "se creyó también que era una biografía, y no es así, porque en muchos casos el personaje es opuesto por lo menos a la figura histórica del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia".

Conciencia del mundo

Roa Bastos considera capital en su vida de escritor el haber tomado conciencia del mundo en ese lugar semisalvaje de Iturbe, donde la construcción de la fábrica le dio en síntesis la oposición entre naturaleza y tecnología. "Viví ese drama de ver cómo una naturaleza casi virgen iba siendo destruida por la máquina. Para aquella pobre gente, que vivía prácticamente desnuda en el neolítico puro, contemplar ese lugar alumbrado por luz eléctrica era ya un desarreglo de la naturaleza, y tampoco podían entender el fenómeno de las máquinas transportadas para la fábrica, que les producía un pavor de cambio de época".

A este impacto de construcciones rodeadas por proyectores de luz en un lugar salvaje, visto como una cosmología por los habitantes de la selva, se unió en la infancia de Roa Bastos el de las armas de fuego en medio de las guerras y revoluciones que llegaban hasta aquel poblacho, y en una de las cuales, en 1922, detuvieron a su padre para hacerle hablar de la existencia de unas imaginarias armas ocultas en la factoría que administraba. En uno de los simulacros de fusilamiento para que confesara, un Roa Bastos de cinco años, creyendo, que se trataba de un juego de adultos, se acercó a su padre, quien le pidió llorando y gritando que se fuera de allí mientras la primera descarga pasaba por encima de sus cabezas.

Capacidad de asombro

"Estas y otras impresiones de salvajismo, de mezcla casi onírica de éste con la tecnología, de enfrentamientos violentos de la gente", dice el escritor, "creo que no agotaron en mí la capacidad de asombro, pero sí me hicieron entender que el mundo era mucho más complicado de lo que podía suponer". "Bajo estos signos se desarrolló quizá no mi vocación, sino mi necesidad de escribir en un intento de desvelar esos enigmas de la vida salvaje. La situación inicial de mi vida le ha dado un sentido especial a mi vivencia de la literatura, no como una obra de divertimiento en sí, sino como una necesidad de explorar el misterio del que procede la violencia, las contradicciones violentas, y esa agresividad que uno encuentra no solamente entre las fieras sino también entre los hornbres".

"Para mí, en ese mismo momento quedó condenada la posibilidad de una literatura arcádica, complaciente, hecha sólo de alegorías y de símbolos benignos, lo que de rebote me provocó la necesidad de buscar esos elementos positivos que hacen posible la sobrevivencia de la vida misma".

La realidad dramática de los comienzos de Roa Bastos le ha favorecido, en su condición de escritor, en dos aspectos, según dice: "Me ha enseñado la relatividad de los valores y de las experiencias, y también a rechazar de una manera carnal el concepto de lo absoluto y, por tanto, a especular con los maniqueísmos. Y he encontrado sin cesar que cada hecho humano individual o colectivo está compuesto por cantidades impredecibles de bien y de mal".

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