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El modelo socialista español

Joaquín Estefanía

Dos semanas después, descontado el triunfo socialista en las elecciones legislativas, la atención se centra en el nuevo Gabinete de Felipe González y, sobre todo, en el tipo de política que va a aplicar en los próximos años. Respecto a la primera cuestión, las especulaciones son infinitas, casi tantas como los análisis ideológicos del voto del 29-O, pero la realidad es sólo una: que el Gobierno con el que se iniciará la década de los noventa permanece por ahora en la mente del presidente. Más cosas se conocen, sin embargo, de la línea que el nuevo Ejecutivo va a seguir, pues para ello se cuenta con las declaraciones poselectorales de González, de algunos de sus m nistros en ftinciones y de un alto funcionario que, representando al mas significativo aparato ideológico-económico del Estado -el Banco de España-, no suele hablar casi nunca a título individual. En realidad, lo más fácil para conocer qué política va a aplicar un partido que gana las elecciones por mayoría absoluta, y que, por consiguiente, tiene que pactar fórzosa mente con otras fuerzas políticas, sería acudir a su programa electoral. Pero esto no vale mucho en ocasiones. En 1982, el PSOE llegaba al poder con un programa basado en la expansión de la demanda y en la alemania económica y lo primero que hizo -con sentido común fue aplicar un plan de estabilización clásico. Ahora ha sucedido algo parecido; los socialistas en campaña, incluidos sus máximos responsables, se cansaron de declarar que no habría ajuste económico; el presidente González, en unas declaraciones hechas a EL PAÍS dos, días antes de la votación, decía: "A corto plazo no habrá ajuste".

De nuevo no hay más remedio que volver con los socialistas al reduccionismo de considerar a la política casi exclusivamente a la política económica y un poco a la política exterior. El resto no cuenta apenas. Del 29 de octubre a hoy, los dos hechos políticos por excelencia han sido las declaraciones en cascada pidiendo a los ciudadanos apretarse el cinturón y el viaje del presidente a Budapest, en donde, por cierto, el discurso del rigor suena a música celestial a los nuevos dirigentes húngaros. El resto de las políticas queda para el discurso de investidiara de Felipe González.

Una década

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Esta forma de entender las prioridades, y sus propios contenidos y modos de aplicación, es lo que conforma un modelo político a lo largo del tiempo. La tercera víctoria del PSOE en las urnas cierra por el momento el ciclo de administración socialista de una década, que rio tiene parangón en nuestros días en otros países de nuestro entorno, excepto en el Reino Unido, donde Margaret Thatcher trabaja -con crecientes dificultades- en la preparación de sus cuartos comicios trianfales.Si el decenio de la Thatcher ha dado nombre a un modelo -el thatcherismo- y contenido una filosofía conservadora de la política y hasta de la vida, el de Felipe González -quizá por inacabado, por la proximidad de tiempo y lugar- todavía no se ha definido de modo explícito como prototipo, aunque sus características centra les sean nítidas casi desde el principio. La crítica frontal al Felipismo (entendido este concepto en sus aspectos sociológicos y no desde la perspectiva insultante con que lo utilizan los representantes de la caverna) ha determinado en buena parte la propia campaña electoral, en la que la oposición a su derecha y a su izquierda ha convertido al PSOE en el único punto, de referencia de la misma, dejando para mejores tiempos la clásica contienda ideológica izquierda-derecha. A principios del verano de 1984 se produjo un hecho que conmovió la estructura interna del partido socialista, pero que pasó relativamente inadvertido para el conjunto de la sociedad española. En aquellos días, el entonces poderoso superministro de Economía y Hacienda, Miguel Boyer, llegó a Santander para pronunciar una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo; al cabo de la misma, Santiago Roldán, rector de la institución, dio una comida privada con la asistencia, entre otros, de Miguel Boyer; del ministro de Transportes, Enrique Barón, de un escaso número de funcionarios de la tecnoestructura del PSOE y de un reducidísimo número de periodistas.

Conservo las notas de aquel almuerzo, cuya validez, en mi opinión, ha sido la de que el entonces ministro de Economía y Hacienda trazó, por primera vez de forma homogénea, las líneas básicas de ese modelo socialista español que se está acuñando día a día desde finales del año 1982. Miguel Boyer es un personaje controvertido, pero no cabe duda de que su influencia intelectual sobre Felipe González ha sido decisiva para la práctica política. En la Menéndez Pelayo, Boyer pasó sobre ascuas las referencias a las políticas sectoriales (los servicios públicos), criticó tenuemente el presupuesto de Defensa, habló de la OTAN manifestándose rotundo partidario de la permanencia de España en la misma y centró todas las prioridades en la política económica con aquella frase tan célebre: "Ajuste para una década".

Siempre han considerado Boyer; luego, Carlos Solchaga y, yendo de una vez a la mayor, Felipe González, que los desequilibrios estructurales de nuestra economía eran tan profundos cuando los socialistas llegaron al Gobierno que pasarían muchos años antes de corregirlos. Esa inestabilidad era producto del deterioro irreversible del tardofranquismo, que, en busca de la paz social en sus últimos años, había obviado los sacrificios que los países de nuestro entorno acometieron a partir de 1974, y de la debilidad política de los Gobiernos de UCD, que no consiguieron enderezar la balanza exterior y la inflación.

Estabilización

Los socialistas llegaron a la Moncloa con la estabilización bajo el brazo -escamados además por el sonoro fracaso del programa expansionista del Gobierno francés de Mauroy-, cuyo objetivo ha sido lograr una acumulación originaria de capital que ponga a las empresas españolas en niveles de competitividad. Esta decisión se acrecentó una vez que España ingresó en la Comunidad Europea y se fijó la meta de 1993 como fecha de entrada en vigor del mercado único y de la Europa de los doce, con todas las consecuencias.Fue la coherencia con las pautas comunitarias la que motivó oficialmente el adelanto de los comicios legislativos por parte de Felipe González. Por ello no tuvo sentido que los socialistas obviasen en su discurso electoral los sacrificios que faltan por hacer en esta legislatura, máxime cuando los próximos presupuestos, empezando por el de 1990, se elaborarán dentro de la disciplina del Sistema Monetario Europeo (SME). Ocurre que es muy difícil ganar las elecciones con un mensaje impopular como el que técnicamente es imprescíndible aplicar.

Las cifras de antes y de después de las elecciones indican que la situación es difícil por el lado de las cuentas exteriores y de la inflación. De continuar la tendencia en los últimos dos meses del año, a finales de diciembre habrá un déficit comercíal de 25.000 millones de dólares (lo que coloca a España en el tercer puesto mundial en esa clasificación de dudoso prestigio, tras Estados Unidos y Reino Unido); un déficit por cuenta corriente de cerca de 12.000 millones de dólares, lo que supone un colosal 3% del producto interior bruto (PIB), y una inflación alrededor del 7%. Los países de nuestro entorno tienen unas balanzas corrientes excedentarlas o equilibradas y un incremento de los precios entre el 3% y el 4%. Evidentemente, así no hay competencia posible.

Si desde el punto de vista técnico el ajuste está justificado, desde el político la sítuación se complica. Primero, porque los socialistas no han ganado las elecciones con el mensaje de que lo peor del sacrificio está por llegar; y segundo, porque no se puede extender mucho más el desfase entre la aplicación de las medidas correctoras en una situación difícil y sus resultados para la mayoría de la población. La filosofía dominante estos años ha sido: primero, ajustar; luego, reactivar, y después, redistribuir. Es decir, se han ido trasladando las expectativas de una sociedad más justa (principio básico del socialismo) hacia el futuro, y cuando éste llega se vuelve al principio del ajuste o, con conceptos más modernos, del "enfriamiento suave". Además, no es de recibo que se pidan privaciones y se haga un llamamiento a la responsabilidad de empresarios y banqueros para resistir las presiones salariales en el mismo acto en que se anuncia que los beneficios empresariales crecieron en 1988 un 30%, incremento que por otra parte es en sí mismo una buena noticia.

Pactar el rigor

Ésta es precisamente la mala política del pasado, la que presumiblemente ha hecho perder más votos a los socialistas en los tres últimos años. Y también estos gestos forman parte del modelo socialista español. Es previsible que sus protagonistas estén librando una batalla en el seno del poder para evitar que otras fuerzas del mismo bloque tiendan una mano a los que intentan pactarel rigor que llega, y que para ello han forzado sus propuestas de modo que el propio presidente González las haga suyas y no haya marcha atrás. Esta guerra deposiciones se amplía ante la hipótesis de que el presidente González abandone la Moncloa por propia voluntad a medio plazo.

El primer político de izquierdas que entendió que la política de austeridad era imprescindible para corregir los desequilibrios macroeconómicos fue Enrico Berlinguer, allá por el inicio de los años setenta; sus propuestas fueron consideradas por los sindicatos una traición durante mucho tiempo, y luego cedieron a la evidencia. Pero Berlinguer también escribió que la principal diferencia entre una política económica conservadora y una política económica progresista es pactar la austeridad. Y esto es precisamente lo que nadie quiere ceder ahora en España. Quizá ciegamente, porque en política no basta con vencer holgadamente; es imprescindible convencer, suscitar complicidades. Goethe no tenía razón: la injusticia, y también la apariencia de injusticia, conduce inevitablemente al desorden.

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