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Tribuna:EL TERREMOTO DE SAN FRANCISCO
Tribuna
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Mientras tomamos el té los edificios se derrumban

En este artículo de Los Angeles Times, el novelista Herbert Gold, que lleva largos años viviendo en San Francisco, narra sus impresiones en las horas que siguieron al terremoto del pasado martes. Mientras, ayer, a pesar de las intensas lluvias que afectaban a la bahía, siguieron las labores de rescate, una vez que el sábado apareciera con vida un hombre en su vehículo, aplastado en la autopista de la muerte.

Treinta años en San Francisco y mi pesadilla ha sido la fantasía de los tres lugares en los que me pillaría el terremoto: con la cabeza llena de champú, sudoroso y desnudo en la sauna del club de Prensa, y el tercero no se puede nombrar. Cuando el edificio empezó a tambalearse el martes de la pasada semana, yo estaba en el club, enjabonándome la cabeza en la ducha. Acabé de aclararme el pelo, salí y me encontré con una mujer que venía de la sauna temblando y decía: "Tengo miedo".Traté de tranquilizarla con palabras cálidas, reconfortantes, comprensivas: "Acabamos de tener un terremoto". No surtió efecto. En la piscina, las olas rompían contra las paredes. "Bueno, hagámonos un par de largos", dije. Empecé a nadar, pensando que eso podría ayudarla, y ella se quedó allí mirando, espantada. Luego se fue la luz. "Se ha ido la luz", le comenté cariñosamente, con tono reconfortante y comprensivo.

Pensé que sería un cortocircuito debido al agua que se había desbordado. Pero era más que eso. En el piso de arriba y fuera, en la Post Street, a una manzana de Union Square, la gente se había reunido y hablaba. Las ventanas de I. Magnin habían saltado; los cristales se habían caído y por la calle circulaban ambulancias haciendo sonar sus sirenas.

Cristales por los suelos

Era una tarde muy calurosa. Si bien algunas personas habían sido heridas por los cristales que caían, por trozos de edificio, cemento y otros materiales, había un ambiente de distracción y expectación. Lo único que nos falta es Jeanette McDonald cantándole San Francisco a Clark Gable, pensé acordándome de aquella película de mi infancia sobre el terremoto. Subí la cuesta a toda prisa. Los comerciantes barrían la acera y montaban guardia.

Una vez en casa, en Russian Hill, me encontré con montones de libros por los suelos. Aparentemente, el único dato serio era el del cristal del cuadro del autorretrato de Zero Mostel, que se había roto. Recogí los trozos del suelo y supongo que iré recogiendo los que hayan quedado con las plantas de mis pies en las próximas semanas. Mi amable ex mujer se había tomado la molestia de venir y dejarme una nota en la puerta: los niños estaban todos sanos y salvos. No había luz ni teléfono.

Había quedado en ir a cenar con unos amigos a Allegro, un pequeño restaurante italiano a la vuelta de la esquina. A esa hora, el propietario, Angelo Quaranta, ya había mandado a los cocineros a casa, pero sacó unas botellas de vino y de agua, unas tablas de queso, pan y pimientos en vinagre para todo el vecindario. Me encontré con personas a las que no había visto en 30 años en ese barrio. Seguía intentando ponerme en contacto con mis hijos, pero los teléfonos no funcionaban. Insistí con los teléfonos portátiles de los coches de dos vecinos, hasta que uno de ellos dijo: "Casi lo consigues esta vez".

Desde el tejado divisábamos las llamas fuera de control de La Marina. Un ciclista que pasaba comentó que las casas construidas en aquella urbanización prefabricada se habían derrumbado. Como estábamos en lo alto de Russian Hill, la gente acudía de todas partes para contemplar la escena. Los miembros de un equipo de filmación japonés que iban a rodar un spot publicitario al día siguiente acudieron en seguida a filmar en su lugar este excepcional acontecimiento.

Por fin encontré unas velas. Volví a salir a la calle, donde seguía pareciendo el aniversario de la Bastilla, seguían sonando las risas de los que van a morir. Perdí la cuenta del número de personas que pensaban tener gracia cuando repetían la frase de Hemingway "¿Tú también sentiste la tierra temblar?".

"¿Cobran los sismólogos?"

La mesa donde se servía el vino de Angelo Quaranta se había convertido en el puesto de mando; la gente se reunió a su alrededor con su equipo pesado -televisores portátiles, transistores, teléfonos portátiles-. Como nos habían dicho que no usáramos el coche, que no obstruyéramos las calles, nos quedamos allí emborrachándonos y cotilleando. Una dentista preguntó: "¿Los sismólogos cobran un sueldo?". Y contestó anticipándose a todos nosotros: "¿Y para qué les pagan?".

Los viajeros sofisticados empezaron a hablar de tormentas de nieve en Nueva York, de cortes de electricidad en Nueva Inglaterra, y del número de niños que serían concebidos. "La Armenia soviética va a enviar un avión con viveres", dijo alguien. Cuando oímos la noticia de que el presidente había enviado al vicepresdente como apoyo, hubo una aclamación.

Un vecino con el que me peleo por el aparcamiento se puso a mi lado. La última vez que habíamos hablado había sido con gritos y amenazas. En esta ocasión me dijo: "Mi madre, que está en Vermont, consiguió llamarme por teléfono".

Volví a subir a mi casa para cumplir con las instrucciones de desconectar los aparatos eléctricos y llenar las cisternas de agua. Me di un golpe en la espinilla en la oscuridad. Normalmente suelo leer antes de dormir. Me pareció extraño no poder hacerlo aquel día.

Por la mañana no había periódicos, pero ahora he echado una ojeada a la primera página de la última edición del San Francisco Examiner, que me llevé, reflejo rutinario, cuando me marché del Club de Prensa minutos después del terremoto. El titular de la columna derecha era el siguiente: Wall Street tiene miedo. El de la izquierda, encima de un artículo de un columnista deportivo: Falta la tensión en las series televisivas.

Miré por la ventana hacia la famosa Casa de la Bandera, el único edificio de los alrededores que sobrevivió al terremoto de 1906. La bandera ondeaba en él, y, según la leyenda, ésta fue la razón por la que los bomberos hicieron tantos esfuerzos por salvarlo.

Poco a poco empecé a darme cuenta de lo que había ocurrido; hoy hay gente que ha muerto, gente que se ha quedado sin casa; las bromas y flirteos y las copas eran medios asequibles de hacer frente a la situación; esto no es una película; los fuegos no son fuegos artificiales, y Jeanette McDonald no va a cantar.

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