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Panamá, viernes 13, habitación 412

Antonio Caño

Era viernes 13, la fecha que en este continente concentra todos los maleficios. Empezaba a asomarse la luna llena en el anochecer prematuro del trópico cuando sonó el teléfono de la habitación 412 del hotel Marriott de la ciudad de Panamá. Era la voz seca y anónima de un funcionario que hablaba desde el hall y me pedía acompañarle a un cita con el licenciado Romero Villalobos, en el Ministerio de Gobierno y Justicia. Extrañado, pero todavía sin temor, le sugerí que prefería acudir a la convocatoria en mi propio coche, ante lo cual me advirtió que sus órdenes eran que yo le acompañase. Le pregunté entonces si tenía alguna orden de detención contra mí, y le dije que yo no tenía por qué obedecerle.Pasa a la página 2

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Llamé inmediatamente el Ministerio de Gobierno y Justicia y conseguí ponerme al habla con el licenciado Villalobos, quién me advirtió que yo podía interpretarlo como una invitación o como una orden, pero que tenía que salir del hotel acompañado por las personas que habían ido a buscarme.

Cerré con llave la puerta de la habitación, puse la cadena de seguridad, y antes de que me diese tiempo a pensar qué iba a hacer el teléfono volvió a sonar.

-¿Antonio Caño?

-Sí, soy yo.

-Habla el mayor López.

-Hola mayor, ¿qué tal?

-Mira, ven acá, tu eres un hijo de puta. Lo que le has hecho al comandante no tiene perdón y lo vas a pagar muy caro. Tenemos pruebas de que te has vendido por 10.000 cochinos dólares y lo vas a pagar en la cárcel. ¡Cómo pudiste hacerle esto a este comandante de liberación, con todo lo que ha hecho, con lo que ha hecho por España!

-¿De qué habla?

-¿No eres tú el que ha escrito el artículo ese del general en su laberinto [véase EL PAÍS del 8 de octubre]?

-Sí, soy yo.

-¿Y no te da vergüenza haberle hecho eso a este hombre, que merece otro trato. Eso lo vas a pagar... ¿Estás ahí?

-Sí, sí, aquí estoy.

-Te voy a pasar ahora las pruebas de que te vendiste por 10.000 dólares. Un momento. ¿Aló?

-Sí, dígame.

-Soy un ciudadano- panameño, con cédula..., que he sido testigo de cómo...Colgué el teléfono, consciente ya de que querían de mí algo más que expulsarme del país. Llamé inmediatamente al embajador español, Tomás Lozano, que 10 minutos después estaba ya en mi habitación. En esos 10 largos minutos tuve que calmar la impaciencia de los que esperaban abajo. Se me ocurrió decirles que Villalobos me había comunicado que tendría que salir del país y que estaba preparando mi equipaje.

Fue el tiempo suficiente para que llegasen hasta mi cuarto Lozano y otras personas que colaboraron conmigo. Los recién llegados me informaron de que el vestíbulo estaba lleno de policías de paisano. Entre algunos nervios y opciones descartadas se nos ocurrió a todos que un grupo saliese primero y tratase de llamar la atención de los policías, armando algún alboroto y colocando coches con matrícula diplomática en una de las dos puertas del hotel Marriott. Inmediatamente después, el embajador y yo bajamos hasta el sótano, desde donde, por unas escaleras, accedimos a la puerta trasera. Allí espera el vehículo en el que nos trasladamos a la embajada.

Los que se quedaron en el hotel para distraer a los agentes panameños vieron cómo, al darse cuenta de que yo no estaba ya en la habitación, hicieron sonar las alarmas, registraron el edificio piso por piso, ayudados por aparatos de radio, y entraron en mi habitación, donde sólo encontraron una maleta cerrada, que forzaron y registraron, y una computadora, que abrieron y curiosearon. En presencia de un responsable del hotel y provistos de órdenes de allanamiento y detención, los policías cambiaron la cerradura de la habitación.

Ya en la embajada, Tomás Lozano inició lo que serían casi 24 horas de gestiones telefónicas ejecutadas con la habilidad de un gran diplomático. Entre distintas opciones más o menos drásticas que algunos de los amigos presentes, preocupados por lo insólito del caso, ofrecían, Lozano optó por esperar pacientemente hasta que pudiésemos influir sobre la persona que, sin duda, había dado las órdenes, y por tanto la que tendría que modificarlas: el general Manuel Antonio Noriega.

Se buscaron distintas vías para acceder hasta él, pero no era fácil en una noche de viernes en la que un nuevo ministro de Relaciones Exteriores acababa de tomar posesión y un nuevo ministro de Gobierno y Justicia acababa de ser nombrado. Cuando esa madrugada, cansado y nervioso, tumbado sobre la cama de un cuarto de la residencia del embajador, vi la cara de Kim Basinger en la portada de una revista sentí la reconciliación con la belleza de un mundo en paz.

Conversación decisiva

Hasta la mañana siguiente, el embajador no pudo entrar en contacto con el propio presidente Francisco Rodríguez, quien le prometió poner todo el interés en el caso. Tal vez la conversación decisiva fue la que Lozano sostuvo después de las once con el mayor Edgardo López Grimaldo, el portavoz de las Fuerzas de Defensa, el mismo que la víspera había llamado a mi hotel, el mismo con el que yo he comido y dialogado en varias ocasiones desde 1984, el mismo que me transmitió tantas veces los pensamientos de Noriega; una persona y una voz inolvidables, pese a que el propio López dijese al embajador que no fue él quien me teléfono el viernes, sino otra persona en su nombre. Después de varias conversaciones, López dijo a Lozano que el general estaba "consternado" por el artículo de "su ex amigo Caño", pero que no tenía intención de hacerme daño y que, en consideración a lo que significa España y a su representante en Panamá, había decidido modificar la orden de detención por la de deportación.

En las gestiones intervinieron también otros funcionarios panameños y del Ministerio de Asuntos Exteriores español, pero fue la decisión personal del general la que me libró de la orden de arresto y la que me permitió abandonar la embajada sobre las cuatro de la tarde del sábado en compañía del embajador y de Martín Alberto Paz, un funcionario civil de las Fuerzas de Defensa que en todo momento colaboró para que mi salida del país a bordo de un avión de la Compañía Panameña (Copa) con rumbo a San José de Costa Rica fuese lo más tranquila posible.

Cuando el aparallo despegó del aeropuerto Ornar Torrijos y sobrevoló el puente de las Américas, la avenida de Balboa, la entrada al Canal, el palacio de las Garzas, la vegetación espesa de esa ciudad de ensueño, sentí el dolor de un amor perdido y la rabia de una injusticia, ojalá que reparable.

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