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Los dueños de la genética

Entonces negábamos las ideas surgidas de la genética; ahora podemos ver, con la antigua inquietud, su reaparición galopante con el proyecto Genoma y otros impulsos.Éramos simplistas, reductores, esquemáticos: como los contrarios. La genética estaba justificando las dinastías, las aristocracias, incluso la afirmación burguesa de las buenas familias: los herederos mantenían un orden establecido y lo atribuían a la sangre, faltos de mejor terminología hasta que la ciencia se la proporcionó sin quererlo. Más allá de esta incomodidad por la organización social había una rebelión superior contra la noción de destino: si todo estaba inscrito de antemano en los genes, el esfuerzo del hombre sería inútil y, por tanto, nada podía cambiar las cosas de la situación en que estaban, aunque se tuvieran que hacer abstracciones cómicas de la genética misma: la endogamia multiplicaría los factores positivos en las clases, razas o especies buenas, mientras en las malas -el pueblo- producía el idiotismo. Por ejemplo.

La genética política enlazaba con la idea de que "todo poder viene de Dios"; más o menos. Darwin le dio un carácter más ateo -por eso fue tan largamente condenado-, pero nada satisfactorio, con dos frases que introdujo en su estudio de la evolución de las especies: la de la lucha por la vida y la de la supervivencia del más fuerte. Fueron a nacer de ellas algunas ideologías de aprovechamiento de las leyes tomadas por naturales: una de ellas fue la del liberalismo económico, que desembocó en el capitalismo salvaje, que suponía como probada la falacia de que todos nacemos con las mismas oportunidades ("de vendedor de periódicos a millonario") y, por tanto, el éxito o el fracaso estaban determinados por nuestras aptitudes genéticas; la otra, a través de W. H. Chamberlain, o De Maistre, pasados por Nietzsche, al nazismo de Hitler, basado en un racismo que no era demasiado distinto al que habían ejercido los imperios europeos en sus colonias, pero que llevó al partoxismo de una sola raza de señores, que eran los arios.

No era de extrañar que la genética produjera considerables desconfianzas, y que se respondiera a ella con otras ideas, como la de los factores culturales, capaces de modificar al hombre más allá de su marca de origen y de salvarle de las formas de destino que le aplastaban. Se comenzó a decir que el más fuerte, el que sobrevivía devorando al otro, no era necesariamente el mejor, sino incluso el malo, de donde vinieron dos escuelas: una que pretendía abolir el uso de la fuerza -léase de las armas y de las guerras y de los ejércitos; incluso de los Estados y los Gobiernos-; otra, que consistía en apoderarse de esa fuerza en nombre de los debilitados o de los oprimidos y ejercerla en su favor. Tan distintas que dividieron en anarquistas y comunistas a las víctimas del orden que consideraban injusto, que comenzaron a su vez a luchar entre sí. El príncipe Kropotkin -anarquista- sustituyó en un libro famoso los conceptos de lucha de todos contra todos, o de supervivencia del más fuerte, por el de la ayuda mutua; o la fraternidad. Con todas estas ideas -y un enjambre de posiciones intermedias- se llegó a la Segunda Guerra Mundial y a la pérdida en ella de los explotadores de la genética: se restableció en los textos consagrados -sentencias de Nuremberg, fundación de las Naciones Unidas- la ideología de que todos los hombres nacen iguales, de que no hay referencias de privilegios por razas -ni por edades, ni por sexos- y de que nadie puede colonizar a nadie. Se concibió que, al igual que los hombres, las naciones tenían estas mismas igualdades. Duró poco. Más exactamente, nunca llegó a funcionar, y al mismo tiempo que las nuevas leyes que escribían se iban violando. Esta situación continúa ahora mismo, pero ya está justificada por los nuevos textos.

La actual atención científica a la genética tiene que ver poco con esto, en su intrínseca calidad investigadora, y es un desarrollo importante del descubrimiento de los desoxirribonucleicos. Como todas las investigaciones nuevas y fecundas realizadas en cualquier momento de la historia, tiene una vocación de absoluto, y está revestida de una moda. Algunas de sus aplicaciones actuales están aportando ya cambios en las vidas humanas; otras aparecen como ideación del futuro y chocan con conceptos filosóficos que son los mismos contra los que chocó Darwin al principio y que atañen a la sacralización de la vida y a la oportunidad divina. El derecho establecido sobre precedentes y sobre formas de transmisión de la vida reguladas por los sistemas anteriores, la apelación a,la naturaleza como fuerza intangible, y algunas religiones, exigen una detención en los experimentos que les parecen inmorales y contrarios a la naturaleza. El pensamiento libre tiende a favorecer y aceptar estas investigaciones que pueden ayudar algo en la producción, disfrute y prolongación de la vida (si es que estos dos últimos valores son compatibles). Pero no deja de inquietarse por la coincidencia de la difusión de la nueva genética con la fuerza creciente de algunos movimientos que, si bien aparecen difusos en textos y constituciones, se están haciendo notar en la vida política.

Sucede con algunos grupos de extrema derecha en Europa que tienen un auge electoral y que recuperan las ideas condenadas del racismo, y que aparecen con más hipocresía en los intentos democráticos de cierres de fronteras a ciudadanos de otros colores; en la pérdida constante de valor que tiene en las conciencias occidentales la noción del Tercer Mundo; en las infiltraciones dinásticas y aristrocráticas en las democracias de sufragio universal. Hasta en las formas de revisión histórica: la conmemoración de la Revolución Francesa ha servido para que se pongan dificultades a la idea de igualdad, y mucho más expresas a la de fraternidad, que se ha ido sustituyendo por la de solidaridad. En cuanto a la de libertad, está tan digerida y tan asimilada por los que ejercen diferencias prácticas entre quienes las merecen (según su juicio) que hoy apenas tiene valor: la definen las fuerzas y los poderes.

La izquierda reciclada no tiene hoy fuerza mental para introducirse en la filosoffia de la ciencia como lo hizo en otros tiempos, incluso recientes, ni para obtener algunas lecciones de los acontecimientos. Asiste hipnotizada a la conversión de la URSS, que coincide con las predicciones de la Virgen de Fátima, o a la maldad del islam, que ahorca al coronel Higgins, o a los últimos coletazos del dragón comunista chino, que mata a sus niños ilusos; mira la lenta descomposición de Castro en su isla, castigado "sin palo ni piedra" -como se decía antes que hacía Dios-, y trata ahora de asimilar todos estos acontecimientos históricos con una idea de la Naturaleza, escrita otra vez con mayúsculas. El Tercer Mundo se revuelve en un caos de miseria y guerras externas e internas, mientras las razas blancas se organizan: algo tendrán las razas blancas, algo tendremos los que dominamos. Tarzán -nada menos que lord Greystoke- era un bebé solo en la jungla y terminó sometiendo a los animales y aterrorizando a los reyezuelos negros. Puede que la nueva genética, así utilizada, nos dé esta razón científica sobre la que sostenemos nuestra fuerza. Porque, eso sí, sin una base científica nos movemos poco: parecería una injusticia.

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