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Especulaciones cósmicas

Hace 30 años, en Chicago, en una entrevista con Richard G. Stem y Robert Lucid, me preguntaron -parafrasearé la pregunta-:"¿Cuál es su noción de Dios?".

Y respondí:

"Creo que... Dios no es todopoderoso. Existe como elemento de confrontación en un universo dividido, y nosotros somos una parte (quizá la más importante) de Su gran expresión, Su enorme destino; quizá Él intenta imponer al universo Su concepción del ser en contra de otras concepciones del ser muy opuestas a la suya. Quizá seamos en cierto modo la semilla, los portadores de la semilla, los viajeros, los exploradores, la encarnación de esa visión almenada; quizá estemos empeñados en una actividad nada nimia sino heroica".

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Algo más tarde proseguí para sugerir que ésta, como concepción religiosa, era más noble y ardua que ninguna noción de un Dios todopoderoso protegiéndonos absolutamente.

"Es la única creencia", propuse, "que me explica el problema del Demonio. La cuestión puede estar, ¿cómo exponerlo?, en que el propio Dios se encuentre cogido en un destino tan extraordinario, tan exigente que también Él pueda estar expuesto a la corrupción moral, que pueda imponernos exigencias injustas, que pueda abusar de nuestras existencias para conseguir sus fines, al igual que nosotros abusamos de las células de nuestro propio cuerpo".

En tres décadas no he sentido la necesidad de cambiar de aquel pronunciamiento más que unas cuantas palabras. Pensé que, a pesar de mi reputación de chovinista masculino, que Dios también podía ser tratado de Ella con la misma propiedad (por lo que sabemos) que de Él o, todavía mejor, de Ellos, si se puede concebir la divinidad como un matrimonio entre una divinidad masculina y una femenina, un matrimonio que, de hecho, puede no funcionar mucho mejor que el de la mayoría de los nuestros. El símil es malo, porque no sirve de nada especular sobre la particularidad de Dios, pero yo me sigo ateniendo a una intuición de hace 30 años de que Él o Ella no es Amor (ni Amor sólo, ni Amor en primer lugar), sino visión. Dios tiene una visión de la existencia más extraordinaria, más humana, más incalculablemente espléndida y hermosa, y concebiblemente más arriesgada que otras visiones de la existencia que están en lucha con Él, Ella o Ellos. Dios es, en este sentido, un general que trata de ganar una guerra titánica. Dios, como un general, tiene que atender tanto a la campaña como al bienestar de sus tropas. Dios, como un general, puede verse obligado a sacrificamos, o ignorarnos, pues Dios, como un general, es poderoso, pero no todopoderoso. Dios, como un general (o la madre de 100 hijos) está haciendo simplemente (Él o Ella) lo que puede.

Esta creencia, que dudo mucho sea capaz de atraer gente en número suficiente como para promover un comité de suscripción para una nueva iglesia, es para mí ardua, realista, nada sentimental e intelectualmente atractiva. Ofrece una explicación razonable del Holocausto. Ya han pasado dos y más generaciones desde aquella catástrofe y se puede plantear la eterna cuestión: ¿cómo puede existir el Mal al lado de un Dios todopoderoso y todo bondad? La respuesta anterior a la Segunda Guerra Mundial de que teníamos que servirnos de nuestro libre albedrío para evitar el mal no es demasiado satisfactoria. Contenía la desagradable, pero inevitable, sospecha de que Dios era el dramaturgo, director, productor y crítico teatral contemplando una enorme y ahora odiosa representación creada por Él para Su propio... ¿Su propio qué? ¿Diversión? ¿Esparcimiento?... La mente se confunde. Cuando el Mal llegó a las dimensiones del holocausto, sin embargo, o Dios no era todo bondad. o no era todopoderoso. La segunda alternativa me pareció más razonable; sobre todo si todo bondad se modificaba a todo bondad, pero almenado. He vivido con esta última asunción, teniendo en cuenta todo, con un sentido de ecuanimidad. Eso me convence de que la vida es dura y el más allá puede ser más duro todavía, pero ofrece también su parte de consuelo. No tengo que considerar mi vida como absurda. Tenemos un propósito en nuestra existencia, que es ayudar a Dios a cumplir su voluntad, que no está preordenada. Dios está descubriendo el propósito de Su voluntad, al igual que nosotros pasamos nuestras vidas buscando el propósito y sentido de nuestra existencia, y podemos medir cada uno de nuestros días según nuestro apoyo, traición, o ambas cosas, a Dios. ¿Traición? Si Dios es una visión almenada en guerra contra otras visiones de la existencia en el Universo, entonces no tenemos que buscar mucho para encontrar al Demonio. Él, o Ella, está en algún lugar de todas esas otras visiones de la existencia que ahora azotan nuestra Tierra. (El miedo a que Dios pierda esta guerra es precisamente lo que impedirá que mi religión prospere.) A veces no tengo más que mirar los blancos muros de las oficinas de las grandes corporaciones para saber dónde anida el demonio, y otras veces me pregunto si el demonio, al igual que Dios, no estará también muriendo y nosotros nos estamos preparando como una aturdida masa humana para vivir en el panteón de los dioses y los demonios, pero ésos son sentimientos de los días malos. En un día bueno todavía creo que la guerra vale la pena, y que no es absurdo que ame a mis hijos y haga mi trabajo, pues estoy bendecido por una filosofía que elimina la autocompasión. El universo puede no ser bueno día a día, ni siglo a siglo, pero lucha por ser justo, imponente y hermoso en su intento, y nosotros somos soldados; algunos de nosotros sí somos lo suficientemente afortunados para nacer una y otra vez, para reengancharnos una y otra vez en la gran batalla de esas visiones apocalípticas. Por eso podemos ser juzgados y condenados, con frecuenda menos de lo que merecemos, pero al menos no somos absurdos y no necesitamos odiar a los cielos por olvidarnos. Podemos maldecir al general por tenernos bajo la lluvia, pero al menos no tenemos que odiarlo. Él, Ella o Ellos, cuando Ellos armonizan, están allí trabajando y esforzándose, y en raras ocasiones aliándose para alcanzar una meta común. Que se ampliará cuando lleguemos allí. Que es como debe ser. El universo no está determinado, y la visión se abrirá, como deben hacer todas las visiones democráticas, a otra visión, por lo que nunca necesitaremos sentir autocompasión. En esa guerra celestial, nuestros errores pueden enseñarle a Dios tanto como nuestros aciertos. Es agradable creer que estamos aquí para gran parte de ese propósito: que Dios, cuando Él, o Ella, tenga tiempo, puede incluso sentir nuestro dolor. Es incluso más agradable creer que algo del dolor que sentimos aliviará su dolor.

En este momento, sin embargo, siendo como es el masoquismo humano, es mejor cerrar la suscripción, pues incluso puede comenzar una nueva Jerusalén. Recomiendo mi religión (a quien pueda sobrellevarla) por una razón: elimina la autocompasión, el más depurado y humano de los venenos personales, que nos recuerda que además de nosotros hay algo más en las vueltas y revueltas de nuestra existencia y nos consuela con el conocimiento de que esta creencia, si es válida, está tan cuidadosamente metida en todos nosotros que hasta podemos percibir un milenio en el que adorar al Señor (o a la Señora) sin necesidad de una iglesia.

Traducción de Leopoldo Rodríguez Regueira.

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