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El privilegio

Antonio Elorza

Quizá sea ésta la divisoria más clara entre el antiguo régimen y las sociedades posrevolucionarias. Ya en las décadas que preceden a 1789, como ha señalado Régine Robin, el acuerdo entre los grupos intelectuales ilustrados podía ser total en multitud de temas, filosóficos y económicos, pero ni los nobles y eclesiásticos podían renunciar al fundamento mismo de su existencia, ni la sociedad capitalista prescindir del principio de igualdad jurídica sobre el que se construye la libertad de mercado. Así, la. supresión de los privilegios y la definición de una sociedad de hombres libres e iguales por naturaleza son las dos caras de la misma moneda y marcan el punto de ruptura entre dos formas de ordenación social. Y no ciertamente porque las ideas y las nuevas normas se hicieran rápidamente realidad. Lejos de eso, la historia de los dos últimos siglos, empezando por la francesa, da cuenta de frecuentes procesos de cristalización de las viejas desigualdades o de surgimiento de nuevas jerarquías, a veces incluso en nombre de la igualdad. Pero lo decisivo es que la legitimidad cambió de campo. De un orden sacralizado cuyo núcleo era la existencia de los estamentos privilegiados se ha pasado a una sociedad conflictiva, susceptible de avances y retrocesos, donde: el objetivo es, por lo menos formalmente, la construcción de la igualdad. A lo largo del siglo XX, las experiencias históricas basadas en la oposición a dicha tendencia, con la afirmación de un principio aristocrático de partido o de raza, han terminado convirtiéndose en pruebas a contrario de su validez. En los casos más leves, vino a confirmarse la declaración con que el abate Sieyés abría su Ensayo sobre los privilegios en vísperas de la Revolución: "Suele decirse que el privilegio es dispensa para el que lo obtiene y desánimo para los demás". Con la adopción del privilegio por las ideologías totalitarias, la consecuencia fue sin duda más grave: el genocidio. Sieyés era consciente de lo que representaba la crítica del privilegio, a modo de cuña que haría estallar el tronco carcomido del antiguo régimen. La imagen de un orden natural basado en la libertad civil de todos los ciudadanos impone unos criterios de universalidad e igualdad en la aplicación del derecho con los que tropieza irremisiblemente el privilegio en cuanto derecho exclusivo de una minoría. "Conceder un privilegio exclusivo a alguien", explica, "sobre aquello que pertenece a todo el mundo es tanto como dañar a todos en beneficio de algunos. Lo que presenta a la vez la idea de la injusticia y de la más absurda sinrazón. Todos los privilegios son así, por la naturaleza de las cosas, injustos, odiosos y contradictorios con el fin supremo de toda sociedad política". La supresión del privilegio resultaba, en fin, una exigencia moral que los filósofos independientes deben mantener con la esperanza de encontrar el reconocimiento de la nación de los ciudadanos humildes. De este modo, la igualdad querida por la naturaleza permitía que se conjugasen el genio y la virtud.Hasta aquí el montaje ideológico dirigido a ganar el apoyo general contra los aristócratas. Porque de inmediato, en el mismo Ensayo, ese ciudadano virtuoso, opuesto genéricamente al privilegiado, cobra perfiles sociales muy concretos: es el burgués, que "fijados siempre ios ojos sobre el innoble presente, sobre el indiferente futuro prepara el uno y sostiene el otro mediante los recursos de su industria". Y sabemos que la transferencia no es ingenua, porque de ella surgirá muy pronto una reconstrucción parcial del privilegio. En primer plano, quebrando la soberanía de la nación en ciudadanos activos y pasivos. En otros terrenos, manteniendo la esclavitud (salvo en el paréntesis abierto por la Convención jacobina) y llegando a distinciones racistas frente a los hombres de color. Por no hablar del mantenimiento de la desigualdad entre los sexos. Como en otros campos, la Revolución abría una problemática, suscitaba la preeminencia de la igualdad en el plano de la legitimidad, pero traducía con claras rnalfórmaciones sus propios principios.

De ahí que la historia de las sociedades occidentales en los dos últimos siglos haya registrado esa pugna permanente entre la afirmación de la igualdad jurídica y el mantenimiento larvado del privilegio. Es aún reciente el libro de Arno J. Mayer que recuerda con cuánta fortuna las aristocracias europeas supieron sobrevivir como clases dominantes más allá de su destrucción como estamentos privilegiados: la historia de la revolución liberal en España ofrece buena prueba de ello. E incluso la eliminación del capitalismo en las sociedades que siguieron la estela de la Revolución de Octubre da lugar a sorprendentes reapariciones del privilegio, derivadas de la fusión de partido único y Estado, cuyo punto de destino es el conocido principio de Orwell, "todos los animales son iguales, pero hay unos animales más iguales que otros", soporte de claras posiciones de preeminencia (desde el consumo al poder, e incluso el lugar de enterramiento). Hay que advertir que esta reaparición del privilegio fue muy temprana en el mundo soviético y estuvo dictada por una eliminación consciente de la igualdad jurídica que aparecía como un instrumento de poder en manos de la burguesía. El monopolio del poder en manos del partido único y el estalinismo hicieron el resto: de ahí la actualidad que la Revolución Francesa conserva para las sociedades socialistas, y no precisamente en el sentido de acontecimiento precursor al que se refiere su literatura tradicional.

Tampoco nuestras sociedades occidentales -y la española en concreto- están libres de esa amenaza de reaparición. Y no porque los privilegiados tradicionales hayan desaparecido por completo. Por fortuna, nuestra monarquía no cuenta con el añadido de una corte, pero sin duda esgrimir un título debe reportar utilidad social, ya que sólo en el caso del ex presidente Suárez la calificación mediante aquél adquiere sentido peyorativo. Incluso en algunos escritores, el uso y abuso del título cobra rasgos obsesivos. En otros casos, los ex privilegiados sirven para nutrir el escaparate de una Prensa que ofrece el necesario brebaje de consolación para el conformismo social. Pero no es, obviamente, este tipo de privilegio el que nos puede preocupar, sino precisamente el que surge del encuentro de los tres poderes, político, económico y cultural, pues no siempre resulta claro que en los Estados europeos actuales vaya consolidándose el principio de igualdad jurídica. Entre nosotros están aún ardiendo las brasas del caso Amedo, que puede desembocar en la consagración de un ámbito sumamente peligroso de privilegio jurídico en favor del aparato de Estado. Incluso en un terreno tan dominado por la razón tecnocrática como el de la política educativa y cultural, las crecientes alusiones en los textos legales a "expertos de calidad reconocida", o cosa semejante, remiten a la proliferación de mediadores en la sombra del poder, que, por un lado, actúan como auxiliares y agentes de legitimación de sus decisiones, y por otro, se configuran a sí mismos como dispensadores de favores y sanciones hacia terceros. Y la observación sería válida para otros sectores políticos.

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El Estado deviene cada vez más opaco, y, a la sombra de las viejas tradiciones clientelares, surge una capa cada vez más espesa de lo que Robespierre llamaba "hombres constituidos en autoridad". Para ellos (o ellas) y quienes los crean siguen siendo válidas las palabras de Sieyés: "Penetre por un momento en los nuevos sentimientos de un privilegiado. Al lado de sus colegas, se considera formando un orden aparte, una nación en la Nación. Piensa que se debe primero a los de su casta, y si sigue ocupándose de los demás, éstos no son ya en efecto más que los otros, ya no los suyos... Sí, los privilegiados acaban realmente por verse a sí mismos como otra especie de hombres". Y su incompatibilidad con una democracia está hoy tan en vigor como hace dos siglos.

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