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El comunismo y su herencia

Es una verdad universalmente reconocida, como diría Jane Austin, que las chicas más guapas son siempre las del pueblo vecino. Y lo es igualmente que la auténtica vida, revolución o libertad están siempre en otra parte. Así lo expresaban los estudiantes europeos de los sesenta enarbolando la imagen de Mao. Así lo manifiestan ahora los chinos erigiendo en Tiananmen la estatua de la Libertad en porexpán. Hoy está claro que el mito comunista está haciendo aguas por todos lados. Tan claro como ello, pero más preocupante, es que los mitos, como los dioses, son más fáciles de suplir que de abolir. Que en definitiva, como repetía el propio Marx, sólo se supera lo que se suple. Y no es fácil, ciertamente, suplir un comunismo que ha hecho bancarrota a la vez ideológica y financiera.Algunos intelectuales pretenden cubrir este déficit recuperando las esencias de la Ilustración y del Estado absolutamente laico y progresista por ella idealizado. Una nueva Ilustración vendría así a remozar un comunismo que se nos ha hecho viejo. La gente, sin embargo, no lo ve tan claro. De un modo u otro sabe o intuye que aquel Estado es un modelo que no por casualidad produjo dos energuménicas criaturas: el comunismo y el fascismo. De ahí que prefieran, como en Oriente, importar un mito lejano o simplemente, como en la Unión Soviética y en Oriente Próximo, desempolvar los de su religión o nacionalismo local. De ahí aún que en algunos lugares como España y Polonia hayan descubierto incluso que la transición es la única respuesta radical y perversa frente a los órdenes estatales y estáticos impuestos por la revolución o por las armas. (En este sentido, y contra lo que muchos piensan aún, lo más radical y novedoso de nuestra democratización no sería dónde alcanzó, sino cómo se llegó a ella. ¿Acaso Solidarnosc no está tratando de convencer al partido comunista polaco que aprenda del papel que supo asumir la monarquía española?)

En cualquier caso, la revolución se ve hoy desplazada una vez más por los mitos de la tradición, la nación o la religión que había pretendido suplantar. Es la venganza de las ideologías prehistóricas frente a una historia que se había hecho ideología. Una venganza ciertamente inquietante cuando la vemos descomponerse en mayorías morales y minorías chiíes, en Moldavia y Kazakistán, en Lituania y Bielorrusia:

"Las noticias de los periódicos", insisten aquellos intelectuales, "vuelven a parecerse a las de principios de siglo. Es como volver a la hemeroteca, y para este viaje no hacían falta alforjas. Para volver a la balcanización, para descubrir al Papa o a Jomeini, mejor habernos quedado como estábamos".

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A muchos, en efecto, no sólo les inquieta, sino que literalmente les escandaliza esta vuelta atrás hacia los móviles e ideales que la Ilustración parecía haber clausurado. Son quienes habían olvidado que la ideología puede ser el volante de la política, pero que es la pathología el motor que la mueve. O quienes habían llegado a creer que el racionalismo hecho razón de Estado por la Ilustración y el resentimiento sancionado como dialéctica y encarnado por el partido podían suplir con éxito el atávico instinto de identidad, la necesidad de una esperanza irracional o el imparable impulso de los tres suchte kantianos: deseo de poseer, deseo de gloria, deseo de poder.

A mí más bien me atrae la crisis de esta fe que nos obligaba no ya, como la tradicional, a "creer en lo que no se ve", sino incluso a querer y creer en las mismísimas instituciones que directamente soportamos. Es más, la idea me seduciría por completo si no fuera por el tremendo riesgo que supone la desactivación del mito moderno del Estado y su desagregación en una serie de valores e identidades diferenciales. Riesgo al que se suma el paso de la ordenación polar y esquizofrénica que salió de la Segunda Guerra Mundial a un nuevo orden polifónico.

Quedamos en que el comunismo o la revolución están dejando una vez más el lugar a las creencias religiosas y a las pasiones étnicas, a los sentimientos nacionales y también, por fin, a los ideales democráticos y la ideología de la transición.

Sería un pecado, sin embarcado, un error, poner en un mismo saco a todos estos sucesores del mito moderno. La democracia es un ideal de distinta naturaleza o nivel lógico que el resto. Se trata de un ideal de baja intensidad y amplio espectro, mientras que el nacionalismo o la religión son siempre ideas excluyentes y explosivas dada su alta intensidad y reducido espectro. De ahí, como piensa Sajarov, que la democracia pueda abrir el camino a la efectiva coexistencia de múltiples identidades nacionales, étnicas o religiosas mientras que cada una de ellas sólo pueda existir y afirmarse a expensas de las demás. "Sabemos que es posible convertir un acuario en sopa de pescado", dice Michnik; "el problema es cómo transformar esa sopa de pescado en un acuario". Un problema, añade Mikhail Guefter, que sólo puede solucionar un sistema como la democracia, "que asume la explosión de indignaciones susceptibles de comunicar al sistema político una estabilidad rigurosa y razonable".

Se dirá que la propia democracia está experimentando en Occidente una crisis de legitimación: que cada vez más la gente no vota y que los partidos se lo montan. Pero incluso esta crisis tiene su lado positivo. Sin ella, la propia democracia tiende a constituirse en una más de aquella serie de razones o legitimaciones que se edificaban sobre la exclusión de las demás. A partir de ella, en cambio, aparece claramente que la democracia es un método plausible y civilizado de dirimir conflictos de intereses. Pero que no es nada más. Que democracia, como recordaba I. Berlin, significa sólo democracia y no libertad, igualdad y fraternidad. Y que por lo mismo no se puede ser un fan de ella en el mismo sentido en que se puede ser fan de España o del islam, de la revolución o del Barça.

Pero no ser fan, claro está, no es nada fácil. No es fácil, contra lo que pensaban positivistas e ilustrados, prescindir del punto de alquimia, de astrología o revolución que nos prometan aquello que la química, la astronomía o la democracia no pueden dar. Que vengan, en definitiva, a rellenar el angustioso espacio que siempre queda entre aquello que somos o sabemos y aquello que querríamos o necesitaríamos saber.

La tarea es tan compleja como delicada y requiere ante todo una doble profundización en nuestra historia. Por un lado, recuperar los registros emocionales de una tradición europea que sólo ha sido democrática en la medida en que, desde Clístenes y los sofistas, inventó el arte de vivir con naturalidad en lo artificial, supo que hay que ser radical en la defensa de lo relativo y creyó que sólo importa defender con pasión lo que es fruto de una convención. Por otro lado, se trata de recuperar también algo de la mala conciencia judaica, de la libertad interior agustiniana y la piedad franciscana. Todo aquello que no nos permite olvidar que ir de razonable y sensato en este mundo plantea por lo menos tantas paradojas intelectuales y problemas morales como ir de racista o revolucionario. En un sistema que divide a los hombres entre los que mueren de desnutrición y los que mueren por colesterol, lo más moral y razonable no es ser sensato.

Puede ser, pues, bueno e incluso necesario construir Europa o la democracia. Pero nunca ser un fan de ellas. El europeísmo radical pr de defender la unión política y federal del continente. Pero debe, ante todo, no olvidar que esta Europa no significa tanto la constitución de un nuevo orden en el mundo como el intento por parte de los europeos de recuperar su lugar bajo el sol en el "infame orden existente. Sólo manteniendo este entusiasmo perfectamente descriptible respecto de Europa o de la misma democracia podremos no contaminar los ideales democráticos con la patología de los ideales que los han precedido o de los que corremos el riesgo de que les sucedan.

Sólo entonces nos habremos reconciliado con una democracia tan linda y tan fea como las chicas de nuestro pueblo, y no necesitaremos -como los contestatarios del 68- la imagen mítica que de ella nos llegue desde la plaza de Tiananmen.

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