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Nicaragua, revolución entre dos aguas

El sandinismo cumple su primera década en el poder bajo el signo de la democratización y la crisis económica

Antonio Caño

ENVIADO ESPECIAL Una de las reuniones semanales del Consejo de Ministros español en 1978 fue interrumpida bruscamente por el ministro de Exteriores de entonces, Marcelino Oreja, para comunicar lo que él creía que era una noticia trascendental: había estallado la revolución en Nicaragua. Sus colegas, que aguardaban oír sobre la explosión de una bomba de neutrones o la declaración de la tercera guerra mundial, rompieron a reír, incrédulos de que la revuelta de unos muchachos en un pequeño país de Centroamérica pudiera tener la menor importancia.

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La insensibilidad acerca de lo que ocurría en una de las muchas repúblicas bananeras en manos de un tirano sanguinolento no era sólo atribuible a los ministros españoles de entonces. Pocos parecían imaginar en aquel momento, ni siquiera el propio Gobierno de Estados Unidos, que se encontraban tal vez ante el acontecimiento de mayor envergadura ocurrido en América Latina desde la revolución cubana. El 19 de julio de 1979, poco antes de las nueve de la mañana, se rindió la Guardia Nacional al servicio de Anastasio Somoza, el pueblo se apoderó del bunker del dictador y una Junta Provisional de Gobierno se instaló en Managua, envuelta ya en los colores rojo y negro del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). La segunda revolución socialista de habla hispana, la primera de la historia en el territorio continental americano, había triunfado.

Un dirigente del FSLN, Edmundo Jarquín, actual embajador de Nicaragua en España, había recibido pocos días antes instrucciones de hacer los preparativos para la llegada a la capital de los miembros del nuevo Gobierno (Violeta Chamorro, Daniel Ortega, Sergio Ramírez, Alfonso Robelo y Moisés Hassán) y de los nueve comandantes sandinistas (Daniel Ortega, Umberto Ortega, Tomás Borge, Bayardo Arce, Luis Carrión, Jaime Wheelock, Henry Ruiz, Carlos Núñez y Carlos Tirado). Los nueve, unidos pocos años atrás por consejo de Fidel Castro, detentarían a partir de esa noche todo el poder real.

Ingenua o hábilmente, pocos Gobiernos quisieron ver ese día la victoria de unos jóvenes de ideología marxista que pretendían repetir en Nicaragua la experiencia de Cuba, de donde recibieron ayuda y asesoramiento militar. Sólo en el último momento, el presidente de Estados Unidos Jimmy Carter respaldó maniobras desesperadas para dejar en Nicaragua un Gobierno sin sandinistas y, finalmente, para infiltrar elementos modera dos en las filas de los nuevos dirigentes.

El relevo en el poder

Ambas alternativas fracasaron. El somocismo sin Somoza, re presentado por el Gobierno de Francisco Urcuyo presentó su renuncia el día 17 de julio, después de sólo unas pocas horas de mando. Miguel Obando y Bravo, que todavía no era cardenal, fue el encargado de recoger la banda presidencial de manos de Urcuyo cuando éste siguió los pasos hacia el exilio emprendidos el mismo día 17 por el dictador derrocado. Obando guardó con cuida do esa banda para entregársela dos días después a los mismos comandantes a los que hoy castiga diariamente con su crítica. Tampoco funcionó más de un año la convivencia entre los sandinistas y los representantes de la burguesía democrática. Pasa do ese plazo, Violeta Chamorro y Robelo se fueron del Gobierno.

Se fue también Edén Pastora, el legendario y polémico guerrillero que tomó el Palacio Nacional. Se fueron cientos de propietarios agrícolas y empresarios, a los que se les incautaron sus tierras e industrias. Se fueron miles de campesinos disconformes con la reforma agraria. Se fueron miles de jóvenes que se negaban a acudir al servicio militar obligatorio y profesionales sin posibilidades de ejercer.

La revolución se radicalizó. Estados Unidos, ya con Ronald Reagan en la Casa Blanca, también se radicalizó, y creó la contra. Se desató una guerra que provocó 50.000 muertos y cundió el hambre.

Nicaragua se convirtió en una verdadera obsesión para Estados Unidos, que empleó contra ella todo tipo de recursos políticos y militares, sin importarle su legitimidad. Esa guerra desigual provocó la sanción del Tribunal de La Haya, al mismo tiempo que el régimen sandinista conseguía uno de los movimientos internacionales de solidaridad más amplios que nunca se hayan conocido en el mundo.

Todavía hoy, al cumplirse los 10 años de aquella fecha que convulsionó Centroamérica, arrastran penosamente sus sandalias entre el polvo de una Managua fantasmagórica, a la que el terremoto dejó sin calles, sin casas, sin ciudad, grupos infatigables de internacionalistas que ven en Nicaragua su última posibilidad de redención.

Ya no es lo mismo

Pero ya no es lo mismo. Aquella revolución romántica que quería ser democrática y pluralista; aquel movimiento original que pretendía liberar sin dogmas, acabar con el capitalismo sin caer en el comunismo, ya no existe. El régimen sandinista se quedó a medio camino de todo y es hoy un sistema indefinido que busca sólo y a cualquier precio la supervivencia económica, y la permanencia en el poder.El más histórico de los dirigentes sandinistas vivos, el ministro del Interior, Tomás Borge, reconocía hace pocos meses que ni él ni sus compañeros creyeron nunca en la democracia que prometían. "Lo hicimos por razones tácticas", dijo en una entrevista. Durante años, el Gobierno sandinista ejecutó a la perfección la política del palo y la zanahoria, lo que fue decepcionando a sus aliados, arruinando al país y cansando a la población. Un día abolían la censura, y al otro cerraban el Diario de la Prensa; un día pedían colaboración a los. empresarios, y al otro nacionalizaban un ingenio azucarero.

Movimientos tácticos todos ellos con el fin de ganar tiempo hacia la meta final: la construcción del socialismo. Nadie se fijaba demasiado en el mundo democrático porque los sandinistas tenían enfrente algo peor: el intervencionismo de una superpotencia y una oposición a la que los años fueron descubriendo cheques firmados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) norteamericana.

El dinero norteamericano no le sirvió a la contra para ganar la guerra, pero tampoco los sandinistas consiguieron cumplir con sus propósitos. Los experimentos socialistas fracasaron; el campo dejó de producir, las empresas nacionalizadas -alrededor de la mitad de la actividad económica pasó a manos del Estado- se hundieron. Nicaragua invirtió inútilmente la ayuda recibida en los primeros años y acumuló una crisis económica de la que su mejor exponente fue un índice de inflación del 35.000% al finalizar el año 1988.

De nada servían las proclamas sandinistas sobre la dignidad nacional recuperada cuando un maestro ganaba 3.000 pesetas al mes, un médico 10.000 y todos los demás nicaragüenses salían a la calle cada día con la incertidumbre de dónde conseguir el arroz y los frijoles. Con realismo, Daniel Ortega tuvo que confesar a principios de este año que había que poner fin a las pretensiones iniciales, y había que democratizarse e intentar un socialismo como el de Suecia.

Esquipulas 2

Bajo la presión y la supervisión de los presidentes centroamericanos, el Gobierno nicaragüense fue abriendo progresivamente sus espacios democráticos en el marco del proceso de Esquipulas 2. La culminación de esa democratización deben ser unas elecciones libres en febrero del próximo año, en las que los sandinistas van a encontrar una oposición más respaldada y más organizada que la que tuvieron en las elecciones de 1984.En las filas sandinistas reina una cierta decepción por las promesas incumplidas; en la oposición, las sospechas por las que volverán a incumplirse. En ambos bandos se aprecia la coincidencia en que para construir una democracia como la de Costa Rica no hubieran hecho falta 10 años de guerra y de sufrimientos.

Al apagarse las 10 velas que celebran el aniversario a de la revolución sandinista se apaga también la posibilidad de un modelo de revolución democrática, de revolución viable. Queda hasta ahora una experiencia con sabor agridulce que no puede penetrar en los caminos del socialismo ni opta definitivamente por la democracia occidental.

Los sandinistas saben que el único éxito claro que pueden celebrar hoy es el de permanecer en el poder después de 10 años de acoso norteamericano. Con el mérito, quizá, de haber tenido la humildad y la generosidad de reconocer sus propios fracasos.

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