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El 'thermidor' blanco de Managua

¿Es posible encontrar una revolución que, como un electrodoméstico total, sea absolutamente multiuso? ¿Que resuelva todos los problemas que plantea la teoría clásica de las revoluciones? ¿Que sea capaz de fabricarse su propio thermidor para que no se lo haga el vecino? Esa revolución parece ser la del sandinismo, que acabó con la dictadura de Anastasio Somoza y que el próximo 19 de julio celebrará 10 años de su triunfal entrada en Managua.En ese tiempo la revolución no ha conseguido ninguno de sus probables objetivos, excepto el de consolidarse hacia adentro, y por eso, al menos desde el punto de vista occidental, es la primera revolución utilizable del Tercer Mundo. Hay que decir, sin embargo, sólo probables objetivos, porque el sandinismo ha tenido la virtud de cultivar lo proteiforme, el caleidoscopio que permite al consumidor internacional servirse sólo lo más sugestivo para sus mitos y llegar así a una posición conforme a sus inclinaciones a la hora de juzgarla. De esta forma, la izquierda democrática europea, aunque ha sufrido graves recaídas, ha. podido mantener siempre un residuo de confianza en que un pluralismo respetable acabaría por iluminar las conciencias de Managua; las agrupaciones liberales han hallado motivo en las transgresiones de los derechos humanos para pronunciar sentencia un punto menos que inapelable a la espera del arrepentimiento del relapso, y las formaciones conservadoras apenas han necesitado deformar la realidad para concluir que el sandinismo era un castrismo más táctico, pero igualmente nefasto para la libertad en el hemisferio.

Un cierto pluralismo se ha mantenido en Managua incluso en los peores momentos de la agresión norteamericana, precisamente porque el sandinismo es aleación de medios y unidad de propósito. Esa unidad no, ha tendido nunca al establecimiento de un régimen marxista-leninista clásico. Por el contrario, el sandinismo ha querido edificar un Estado socialista sin supresión de la libertad, aunque en ocasiones le haya propinado algún que otro tantarantán. Esa edificación debía producirse por aclamación popular, con votaciones y partidos políticoslegales aunque mantenidos en el domesticadero, con la oposición permanentemente derrotada por el entusiasmo de las masas. Y en ese tránsito, el sandinismo ha descubierto que su objetivo era posible, pero a un precio inaceptable: la ruina del país y la no homologación de la revolución ante su público favorito: Occidente; no la perestroika, el Tercer Mundo, o el universo del socialismo real. El verdadero triunfo sandinista se ha de producir ante Francois Mitterrand y Felipe González, la Comunidad Europea y la Internacional Socialista.

Los medios para ello han sido contrapuestos, no tantoporque los nueve comandantes formaran banderías, se odiaran entre sí, fueran partidarios de modelos políticos enfrentados, como frecuentemente se ha sostenido. Es probablemente cierto, al contrario, que una razonable división del trabajo les haya llevado a encomendar a Bayardo Arce la lectura del diccionario de los exabruptos, y a Tomás Borge, el manejo de los populismos de exaltación, al tiempo que el presidente Ortega preguntaba con cuánta democratización se conformarían en Occidente. En cada situación los sandinistas han sabido adaptarse a las circunstancias para salvar la revolución.Una visión negativa del sandinismo diría que salvar la revolución habría sido simplemente una forma de mantenerse en el poder, de preservar una situación privilegiada o alimentar por la vía de la neurosis un redentorismo nacional. Pero sea cual fuere el juicio de la historia -es decir, el de Occidente- el sandinismo está persuadido de que no es así, de que lo suyo es un sacrificio realista. El Frente, como se le llama en Nicaragua, el más sabio y, maniobrero de los movimientos revolucionarios, identifica en la práctica socialismo con independencia nacional, y espera culminar su obra por medios razonablemente democráticos, como se verá con gran probabilidad en las elecciones del próximo febrero.

Es cierto que en la relativa resignación con que se plantea ahora la necesidad de democracia se produce un giro en la justificación ideológica de la revolución. No significa ello que los sandinistas no se creyeran antes democráticos, pero sí que su entendimiento de la democracia se supeditaba a lo que consideraban eficacia revolucionaria; que aceptaban, por tanto, sólo la medida que cupiera en el logro de sus fines, que eran la recuperación económica, la socialización de la riqueza, el no alineamiento internacional, la homologación ante Occidente; mientras que ahora es lo que quepa de revolución en el funcionamiento democrático lo que hay que preservar. ¿Y cuánto cabe? Daniel Ortega cree que bastante. Ese bastante se llama independencia nacional.

En los últimos años hemos asistido a un espectáculo singular, que parece probar esa inteligencia táctica del sandinismo. Es como si la Francia de Robespierre, acosada en sus fronteras, traicionada por la reacción interior, vendeana y realista, en vez de echar mano de la guillotina decidiera organizar pacíficamente su propio thermidor, sin purgas, si acaso alguna remoción, cambio de embajadores, guión diferente suministrado a todos sus portavoces; allí donde se decía Cuba, dígase ahora Suecia; de Gorbachov mejor no hablar, que no está por la labor, que quien interesa es Carlos Andrés Pérez en América Latina y Felipe González en Europa. Un thermidor de las palabras, de los gestos, también delas aspiraciones, apenas de las personas y jamás de sus vidas o de su libertad; un thermidor que da acceso a la televisión a sus adversarios en lugar de a la guillotina. Ello ha sido posible porque a este thermidor no le precedió ningún terror, porque desde que nació la revolución sandinista fue diferente, porque cree su legitimidad tan indiscutible que no tiene por qué que recurrir a la eliminación del adversario. Ahora, presionado por intratables necesidades económicas, no sólo renuncia a maniatarlo, sino que le deja que Juegue casi en igualdad de condiciones, persuadido de que tampoco así hay quien lo eche.

Europa y la CE han jugado un papel en la crisis nicaragüense, incluso a su pesar. Sus reticencias, en ocasiones oceanicas, hacia el régimen sandinista se han debido a falta de voluntad exterior, a no querer irritar al patrón americano; pero, al mismo tiempo, esa impotencia, unida a la idea de que si Nicaragua se comportara el trato sería otro, ha sido un factor de peso en la última evolución del sandinismo; la presión de Washington, por su parte, ha obrado en idéntico sentido, aunque por razones muy diferentes, puesto que aquí no faltaba voluntad de ser, sino que sobraba, y lo que se exigía a Managua no era un

certificado de buena conducta sino de defunción.

Por todo ello, si esas presiones que coinciden en el efecto, pero no en el origen, no dan lugar a un reconocimiento generoso del trayecto recorrido desde 1979, si no conducen a la aprobación de un plan de ayuda a Nicaragua para que pueda ser democrática e independiente a la vez, el sandinismo puede llegar a la conclusión de que nada va a darle ya esa respetabilidad buscada. Un hundimiento irreparable de la situación económica daría fuerza a los que creen en Nicaragua que ha sido un error tanta blandura.

En una eventual involución, Nicaragua jamás se convertiría en Cuba, y probablemente tampoco rebajaría los niveles actuales de la perestroika, pero se frustraría una bella historia de amor; la de Occidente con una joven revolución del Tercer Mundo; la primera que se recuerda que no se empacha devorando a sus hijos. ¿Hay quién dé más por menos?

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