En deuda
Escobar venía de la aristocracia -y sigue en ella: no abdica- y del periodismo: su padre era dueño de La Época y firmaba Mascarilla sus crónicas de sociedad. En la guerra (zona de Franco), Luis hizo autos sacramentales como todo el mundo; ahora sabemos que lo que quería era ser actor, y lo es, no sin estupor de quienes le vimos dirigir, crear teatro y hasta escribirlo. El María Guerrero, que le confío el Estado, se convirtió en el verdadero teatro de Madrid, junto con el Español de Cayetano Luca de Tena, -familiar de otra aristocracia periodista-; en medio de un cenagal donde el régimen dejaba vivir un teatro malo y adocenado para vengarse del despertar intelectual de la Il República. Escobar trajo autores extranjeros de calidad y sacó adelante los mejores de los españoles. Se le deben emociones, se le debe la noción de que no había que arrasar el teatro; se le debe una escuela de la que salieron jóvenes actores y directores que hoy no son tan jóvenes, pero sí muy firmes y forman parte de lo mejor que queda de entonces. Y la posibilidad de que trabajasen escenógrafos, figurinistas y luego escritores que formarían una generación de la reacción contra lo malo, lo bestial del teatro más bajuno. Un ministro le nombró, otro que resultó puritano le echó; odiaba precisamente todo lo que Escobar había creado. Se lo dio a Marqueríe -crítico que luchó contra lo horrible del teatro cotidiano-, que estrenó inmediatamente un Benavente, cuya vida personal estaba más protegida que la de Escobar, por su Premio Nobel. Escobar siguió en la empresa privada, recreó el teatro Eslava y lo perdió. Por fin, fue actor. En su vida diaria, siempre interpretó un papel gracioso, simpático, lleno de desparpajo; lo ha continuado así en sus interpretaciones. No de a de ser curioso que sea su mayor orgullo.
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