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Satanismo y claroscuro

El autor de este artículo opina que Versos satánicos, la polémica novela Salman Rushdie, debe ser considerada como una fábula angelical, deudora de la peculiar cosmogonía islámica, que resucita los viejos modos de la literatura de cruzada, y cuyo éxito se debe más a razones de índole extraliteraria que a su valor estético.

Obviamente, una obra artística es comentable desde muy diferentes ópticas y situaciones, pero no es menos cierto que algunas de éstas parecen particularmente pertinentes. Intentar lo que cabría denominar una lectura islámica de este libro de Rushdie resulta, por consiguiente, algo sumamente oportuno, aunque también, por varios conceptos, no menos arriesgado.Y conviene hacer, desde el principio, al menos dos puntualizaciones. Una, que si tal oportunidad viene impuesta indudablemente por coyuntura, no lo está menos por algo a fin de cuentas más importante: por el propio contenido del libro. Otra, que esta lectura que aquí se aborda no excluye otras, también de raigambre islámica, pertinentemente diferenciadas.

Creo que, como gran parte de la literatura más actual, la obra de Rushdie trata de encontrar en el ejercicio consciente de la ambigüedad, en la posibilidad de establecimiento de asociaciones o afinidades sorprendentes y ampliamente imprevisibles, algunas de sus razones sustanciales, de sus auténticas señas de identidad. En el terreno de lo estético, tal procedimiento actúa como un acicate indudablemente tentador, al margen de que los logros finales respondan fielmente a las ambiciones de partida; pero el hecho no queda tan claramente establecido en el terreno de la dimensión social que a la obra también le corresponde.A mí me parece que el autor, bajo la socorrida y flexibe denominación de novela, ha escrito una especie de fábula angélica parcialmente deudora de la peculiar cosmogonía islámica. La cosa queda suficienternente clara en múltiples ingredientes y elementos del libro, pero resulta especialmente diáfana en lo que concierne a la naturaleza y al comportamiento de los dos protagonistas fundamentales: Gibreel Farishta y Saladin Chamcha. Dos seres híbridos que, a pesar de su indiscutible experiencia terrena y humana -¡y hasta qué punto y en qué grado!-, resultan también como algo transparente y etéreo, llegan asimismo proyectados desde morada celeste, aunque en este caso parezca tratarse de la mucho más moderna del avión.Pareja contraria y complementaria, sometida a un inevitable vaivén entramado de conversiones y mudanzas, de transmutaciones, de parciales influencias mutuas no buscadas, que desemboca en una posible inversión final de funciones y actuación. Las fronteras del bien y del mal en origen no resultan, en consecuencia, nada firmes, se difuminan entrecruzándose, se desvanecen.

¿Cómo separar lo angélico y lo demoniaco, o, al menos, lo angélico positivo y lo angélico negativo? Acatamiento y rebeldía no resultan categorías tan neta y claramente establecidas como puede pretenderse. Subyace en todo este juego un principio indiscutible de fricción con la doctrina islámica más ortodoxa -por lo que aquél tiene de reivindicación de lo satánico- que conviene advertir, aunque haya que recordar también algo no menos comprobable: el tema no resulta radicalmente nuevo ni totalmente desconocido en el marco de esa misma cultura. Desde plena época medieval existe una nada desdeñable gama de manifestaciones de tal índole -aunque ciertamente bastante poco difundidas y estudiadas- que así lo acreditan.

Esas criaturas angélicas se mueven, además, en un régimen de indiscriminada relación con las criaturas humanas, y hasta con criaturas de naturaleza híbrida o intermedia: espíritus, demonios, oráculos -confusamente trazadas-, que tampoco, en última instancia, le resulta totalmente extraño al islam, aunque sí rechazable por su manifiesta promiscuidad y carácter cómplice.

No es que la cosmogonía islámica esté dispuesta de forma tan rigurosamente estratificada como algunos pretenden, pero sí es cierto que la fórmula que Rushdie desliza: amalgama de "ángeles fieramente humanos/ hombres fieramente angélicos" le es escasamente comprensible

.Un personaje falseado

Hay otro protagonista indudable en la obra de Rushdie, aunque aparezca de forma más episódica: Muhammad, o Mahoma, el profeta del islam, apenas mínimamente disimulado en el personaje de Mahound. En realidad, el autor no lo ha querido disimular, y hay que agradecerle tal franqueza, porque la pretendida maniobra habría resultado, a la postre, un recurso burdo e inútil.

Al respecto, sería exagerado reprochar al autor que no haya escrito una novela histórica. ¿Para qué ensayar algo tan desplazado y quizás anacrónico? Y en esto, yo tengo por absolutamente legítimo que haya ejercido plenamente su libertad de concepción y de expresión, su capacidad para recrear unos personajes, un ambiente, unas circunstancias, que no sólo tienen una entidad histórica concreta, sino que han actuado también como imponentes fuerzas ideológicas. Sería incoherente reducir, en una obra de ficción, la actuación destacada precisamente de los genuinos elementos. de ficción, en cuyo manejo Rushdie ha acreditado, desde hace tiempo, una maestría indiscutible. Pero considero también que nos movemos aquí, seguramente, en el marco de un género literario en el cual las dosificaciones ponderativas, lo que cabría denominar quizá las coherencias internas, resultan especialmente pertinentes. Y estoy aludiendo con ello a las dimensiones propiamente creativas e innovadoras de la obra artística.

'Literatua de cruzada'

Tengo la impresión de que, concretamente en este punto, Rushdie no ha aplicado al máximo sus facultades, las ha malogrado parcialmente. No se trata, básicamente, de que falte documentación sólida y fiable, sino de que el argumento, la trama narrativa, resultan finalmente viejos, anacrónicos, aunque a algunos puedan quizás atraer por una aparente y engañosa novedad. Rushdie, en este punto, efectúa más bien una especie de revival parcial de la más desacreditada y torpe literatura de cruzada, manejando esencialmente varios de los ingredientes más acrisolados desde hace siglos y de más garantizado impacto: pusilanimidad del personaje, su versatilidad o su impostura, la obsesión de lo sexual... Dificilmente cabe hablar aquí de aportaciones innovadoras. Sí, en cambio, de la recuperación de unas maneras y de unos estereotipos, de todo un arsenal imaginario de raíz claramente medieval.

Estamos ante un libro que, en mi opinión, habría obtenido tan sólo el mediano éxito que le corresponde de no haberse producido las descabelladas, intolerables y también totalmente anacrónicas reacciones que conocemos; es decir, si no se hubiera convertido en lo que, ante todo, es ya: un fenómeno extraliterario. Ésa sería la acogida apropiada para una obra de altibajos y claroscuros, tan parcialmente sugerente como parcialmente irritante, con tantos párrafos bellos y logrados como sencillamente insoportables, con tanta poesía de original cuño como farragosa repetición de las más desgastadas imágenes y tópicos.

Estoy convencido de que esas reacciones han sido erróneas. Desde el interior del islam, el libro de Rushdie exige una reacción diferente: la discusión intelectual al nivel creativo y actualizado que se impone. No hacerlo así supone perder una espléndida ocasión de resonancia universal incalculable. No hacerlo así supone en el fondo tener una pobre idea de lo que la propia cultura islámica también es. Y, ¿cómo podría justificar Rushdie el rechazo de un debate de tal naturaleza?

Otros muchos aspectos de la obra me parecen menos dignos de atención ahora, como hasta el propio título -¿no habría sido quizá más atinado titularlo Las aleyas satánicas, me pregunto?-, que está también fundamentalmente en la línea del pretexto llamativo y la alusión polémica. La puntual referencia coránica, que afecta aquí a algunos de los valores intocables de la doctrina islámica (riguroso monoteísmo, carácter revelado de la misma), sirve sólo como punto de arranque de un satanismo bastante más alegórico, laberíntico y polifacético.

Pedro Martínez Montávez es arabísta.

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