La derrota de Alfonsín
El retomo del peronismo al poder y los interrogantes que se abren sobre el futuro de la democracia en Argentina se explican por el estrepitoso fracaso de la gestión radical. Si es cierto que nunca antes un presidente había enfrentado una crisis tan grave, también lo es que ninguno tuvo a su alcance tanto apoyo y posibilidades como Alfonsín. Por eso nunca nadie decepcionó tanto. En el recuento de votos, sólo Perón obtuvo alguna vez un porcentaje mayor. Pero Alfonsín dispuso, por una parte, del enorme prestigio de haber derrotado primero a los sectores más reaccionarios de su propio partido, y luego el de ser el primer político que derrotara al peronismo y a la poderosa y corrupta burocracia sindical. La sociedad entera le abrió un crédito. Pero además los enemigos tradicionales de la democracia (o, en todo caso, quienes siempre formaron el bloque socioeconómico de los golpes de Estado: las fuerzas armadas, la Iglesia católica, la oligarquía agroexportadora, las empresas transnacionales, el sector financiero y la gran Prensa) nunca se habían visto tan débiles Aunque conservaban intacto su Poder económico, el desprestigio local e internacional, la corrupción generalizada y la humillante derrota en la guerra de las Malvinas los había dividido u obligado a replegarse.Alfonsín dilapidó ese enorme poder. Tenía ante sí tres problemas centrales: los crímenes de la dictadura, la deuda externa y la recomposición del aparato productivo. Es conocida la manera en que empezó juzgando a los generales y terminó cediendo en casi todos los terrenos, a pesar del masivo apoyo nacional e internacional de que dispuso ante las rebeliones de un grupo de militares fanáticos. Lo es menos que se negó a hacer las ineludibles -y justas- distinciones entre las deudas pública y privada y legítima e ilegítima, tal como reclamaba la sociedad. Al contrario, centró toda su política de ajuste -exigida por los acreedores internacionales- en la variable salarial y mantuvo los escandalosos privilegios de una clase especuladora y parasitaria que transfirió al Estado (es decir, a la sociedad) todas sus obligaciones. En cuanto al aparato productivo, es imposible explicarse cómo pretendió reactivarlo manteniendo tasas de interés que nunca bajaron del 10% mensual promedio..., y terminaron en el 100%. Allí donde la especulación arroja beneficios de más del 50% anual en dólares, toda inversión productiva es ilusoria.
En 1985, el ministro de Economía, Juan Sourrouille, declaró muy orondo que "la mitad de la economía funciona en negro". Si se agrega que de la otra mitad casi nadie paga impuestos, el famoso déficit del Estado argentino (que ciertamente es pesado e ineficaz) no pasa de ser un sonsonete liberal. Sin embargo, los únicos que hoy siguen aportando ineludiblemente al fisco son los asalariados. Se podrían escribir libros sobre todo lo que el Gobierno radical debía y podía hacer y no hizo. Pero es evidente que acentuó los aspectos más negativos de la política económica de la dictadura, legitimó en la deuda la mayor estafa de la historia argentina y comprometió con todo ello decisivamente sus posibilidades de resolver la crisis y su prestigio. La situación económica y el resultado de las elecciones son elocuentes por sí mismos.
Nadie, ni siquiera la izquierda, esperaba del Gobierno democrático una revolución socialista. Pero todos hubieran apoyado una módica revolución burguesa. La gran paradoja de la Argentina de hoy es que, por un lado, se encuentra sumergida en una crisis económica y social de proporciones inéditas, pero, por otro, la aspiración democrática es casi unánime, y sigue siendo el país latinoamericano con mejores posibilidades. Excedentario en el sector agrícola, puede autoabastecerse y hasta exportar energía con relativa facilidad. Tiene una población escasa (30 millones) sobre un territorio seis veces superior al de España, habitable en su totalidad y muy rico. La mano de obra es cualificada, dispone de técnicos y científicos y de un mercado interno con capacidad de expansión y viejos hábitos de consumo. Su economía es complementaria con la de países importantes. A principios de 1985, cuando Alfonsín aún se debatía para que la deuda externa no le agobiara, la revista International Business Week le dedicó su portada y una amplia cobertura, en la que describía ese potencial argentino y se preguntaba cuál sena el rumbo definitivo de su Gobierno. El International Business Week advertía: "Los argentinos ( ... ) podrían poner una barrera alrededor de sí mismos y mandamos al diablo".
Está a la vista que la opción de acabar con la especulación, reorganizar el Estado y el sistema fiscal, desarrollar una política económica autocentrada, imponer condiciones a los acreedores externos y diversificar las exportaciones fue desechada. El Gobierno radical habló en su momento -del mismo modo que ahora lo hace Menem- de un "pacto de la Moncloa" capaz de posibilitar una "revolución productiva", pero hay muchas deferencias entre las transiciones española y argentina. La principal es que el motor en España fue su propia burguesía, interesada en ingresar en el Mercado Común, mientras la burguesía argentina -al menos su sector más poderoso- es el freno de la modernización, y cualquier pacto social deberá enfrentar sus privilegios para resultar eficaz. El poder económico y financiero sigue en manos de ese sector, que tiene sus intereses fuera del país, controla lo esencial de los medios de comunicación y se beneficia con la decadencia: la devaluación permanente es una ganancia para los tenedores de divisas (la deuda externa sirvió para financiar y enmascarar la fuga de capitales) o de los que miden en divisas sus ingresos (grandes exportadores de cereales, la banca extranjera) a costa de los que perciben sus ingresos en moneda nacional, es decir, el resto del país.
Ninguna persona honesta reprocha a los radicales la falta de libertades. Pero "la libertad no se come", y aunque esta frase escandalice, es la verificación cotidiana de millones de viejos y nuevos miserables en América Latina y lo que explica la recurrencia del populismo y las soluciones mágicas. El enorme aliento de madurez y solidaridad que exhaló la sociedad argentina en 1983 hubiera podido ser aprovechado. Pero el Gobierno radical se aplicó al clientelismo político de cuño más tradicional, desmovilizó a la sociedad e intentó pactar con las corporaciones y destruir al peronismo, obteniendo por único resultado el regreso al primer plano de los sectores más atrasados de ese partido y su propia derrota. En otras palabras, la política de Alfonsín ha dividido, en lugar de unir, el bloque social que podría sustentar la modernización argentina.
Si en 1983 la sociedad tenía un único proyecto, paz, libertad y progreso, hoy existen al menos dos: uno, ultraliberal, encarnado por el derrotado candidato del radicalismo y respaldado por la cúpula actual de las fuerzas armadas, y otro, nacionalpopulista, representado por el peronismo, la minúscula pero muy activa extrema derecha argentina, ciertos grupos de izquierda y los carapintada, el influyente sector fundamentalista militar. No debe descartarse la reaparición de desesperados de extrema izquierda.
Hoy que el tema de la deuda externa ha comenzado a ser tratado internacionalmente como lo que es, un problema político, el dilema de los argentinos no parece ser tanto mandar al diablo a alguien, sino ahuyentar sus propios demonios. Todos los temores que inspira el peronismo son fundados, pero deberá recordarse que Alfonsín deja a Menem una economía en peor estado, una sociedad desalentada y escéptica y dos sectores civiles antagónicos, cada uno con representación militar. El peligro de un enfrentamiento grave o el de un nuevo golpe de Estado a medio plazo, o el de una libanización (ya advertida por el propio Alfonsín) está latente. A menos que la clase política argentina haya aprendido algo de su propio pasado.
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