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Narices en la historia

Han pasado ya 26 años. Un poco más, pero no importa; de todos modos, el amistoso encuentro en Moscú de algunos de los que intervinieron directamente en la llamada crisis de Octubre (de 1962) -la crisis de los misiles- no tuvo lugar en octubre de 1988, sino sólo hace relativamente poco, en enero de este año. Una reunión singularísima, que debería de hacer historia en dos sentidos: por ser ella misma un acontecimiento histórico digno de nota y porque sería de desear que sentara precedente. El mundo se sentina mas seguro si quienes pueden ejercer una influencia decisiva sobre su curso se convencieran de que en el juego entre grandes potencias hay que discutir la jugada antes de echar el resto -lo que puede tener la importante consecuencia de que, a la postre, se decida no echar el resto-.Para quienes -cosa harto improbable- no hayan tenido noticia del asunto, he aquí una brevísima referencia: el pasado mes de enero se reunieron en Moscú varios norteamericanos, soviéticos y cubanos con el fin de examinar cómo y por qué, del 20 al 27 de octubre de 1962, el mundo estuvo a un pelo de una guerra termonuclear. No estaban presentes, desde luego, los principales protagonistas (Kennedy y Jruschov) ya fallecidos, ni estaba el único sobreviviente de los tres jefes de Gobierno, Fidel Castro. Pero quienes asistieron a la reunión por parte del último tenían su anuencia y quienes representaban a las dos superpotencias (Mac Namara, Bundy, Pierre Salinger, Sergei Jruschov, generales, diplomáticos, ministros, etcétera) habían vivido de pleno la tensísima semana de aquel mes de octubre.

Por lo que dijeron durante la reunión y por las entrevistas celebradas más tarde, se tiene la impresión de que fueron extremadamente abiertos en sus recuerdos y en sus comentarios, y notoriamente sinceros en la expresión de su ferviente deseo de que aquel tipo de confrontación no se repita.

El desarrollo de la crisis fue asunto complejo, con todas las vueltas, revueltas, atascos y malentendidos que suelen tener lugar en estos casos, pero en sustancia sus etapas fueron las siguientes:

1. Tras la derrota de la Bahía de Cochinos de las fuerzas cubanas anticastristas entrenadas en Estados Unidos y tras el indeciso encuentro de Kermedy y Jruschov en Viena, los soviéticos sospecharon, y no sin fundamento, que se estaba preparando una invasión en toda regla de la isla.

2. Los servicios de información secretos norteamericanos tuvieron noticia, luego certificada por un vuelo de reconocimiento de un U-2, de que la Unión Soviética estaba instalando en Cuba misiles balísticos con cabezas nucleares (dos tercios del armamento nuclear soviético): Nueva York, Washington e instalaciones militares en North Carolina y en Tejas parecían especialmente amenazadas.

3. Kennedy ordenó el cerco naval de la isla con el fin de evitar el traslado de más armamento nuclear y conminó a Jruschov a que retirara el ya instalado. Las dos superpotencias estuvieron por unos días en un incesante y dramático tira y afloja.

4. Al final -y tras fascinantes sondeos de personajes secundarios-, la Unión Soviética accedió a desmantelar sus bases nucleares en Cuba y Estados Unidos rompió su cerco naval de la isla.

Así dichas las cosas, se tiene la impresión de que se jugó una simple y estremecedora partida de póquer geopolítico, y de que, al final, no ganó nadie. Y en cierto modo puede que así fuera y que, al no ganar nadie, ganara el mundo entero, evitándose una guerra termonuclear que, en el fondo, todos temían y nadie quería. Pero cuando se conocen un poco mejor los detalles -algunos, muy importantes, revelados sólo en el curso de la reunión citada- no se puede evitar un estremecimiento por la posibilidad de que, después de todo, los acontecimientos no hubiesen seguido una vía tan lineal y racional como había parecido y de que en cualquier momento se hubiese producido una conflagración nuclear. En esta ocasión desempeñaron un papel decisivo tres factores. Uno, la percepción, generalmente deformada, que se tiene de las intenciones del contrario. Otro, que no se trataba de dos monolitos; como casi siempre, hay en cada lugar un partido de la paz y un partido de la guerra. El último, la paradigmática pascaliana nariz de Cleopatra.

Me limitaré a considerar, muy a la carrera, el factor último.

De la Unión Soviética salieron, poco antes del 27, día decisivo para la definitiva solución de la crisis, dos mensajes procedentes de las dos más altas autoridades (Jruschov y Kalinin).

En uno de ellos -digamos el primero- se informaba a Estados Unidos de que la Unión Soviética estaba dispuesta a retirar sus instalaciones nucleares de Cuba siempre que los norteamericanos prometieran abstenerse de toda futura intervención armada en la isla.

En el otro mensaje -que llamaremos provisionalmente el segundo- se indicaba que la Unión Soviética retiraría los misiles con sus cabezas nucleares sólo en el caso de que Estados Unidos procediera a retirar también los misiles nucleares que había instalado en sus bases de Turquía.

Evidentemente, el segundo mensaje era mucho menos conciliatorio que el primero, porque obligaba a modificar una situación anterior a la que existía con motivo de la crisis de octubre. No era borrón y cuenta nueva; era cuenta nueva aun sin el borrón.

Kennedy y varios de sus consejeros -en modo alguno todos- decidieron poner de lado el segundo mensaje (¿por creer que era el primero?, ¿para no empeorar las cosas?, ¿para no soliviantar los ánimos de quienes creían que una guerra termonuclear era inevitable y, a la vez, ganable? Ni una ni mil conferencias como la últimamente celebrada podrán dar una respuesta definitiva a estos interrogantes). Respondió únicamente al segundo. Lo que allanó y resolvió el asunto, aunque produjo alguna sorpresa: ¿cómo los soviéticos no insistieron en el segundo mensaje, que era el último recibido?; ¿se habrían ablandado?; ¿se habrían arrepentido de haber ido demasiado lejos? ¿Era el primer mensaje el producto del buen sentido y de los deseos de evitar un conflicto nuclear, y el segundo, el resultado de un espíritu de desquite?

Podía haber sido cualquiera de estas cosas y otras más. Cuando se produce un acontecimiento como el indicado, el número de interpretaciones posibles es muy crecido. ¿Cuál es la interpretación más plausible? ¿0 la que mejor se ajusta a los hechos?

En nuestro caso, ninguna de las aludidas.

Ahora resulta claro que el Gobierno de Estados Unidos no recibió los dos mensajes en el orden en que fueron transmitidos. Recibió primero el que salió de la Unión Soviética después. Y congruentemente recibió luego el que fue transmitido antes. El primer mensaje enviado era menos conciliatorio que el segundo; al responderse al que se suponía había sido el último y era, en realidad, el primero se había -por conveniencia del recipiente- contestado en el orden en que los mensajes habían sido enviados.

No es seguro que de no haber ocurrido lo que ocurrió se hubiese desencadenado una guerra nuclear. Para empezar, en la historia no intervienen sólo las narices de Cleopatra. Pero en algunas ocasiones una nariz de esta índole puede proyectar una sombra muy superior a lo que sería normal, y hasta deseable. En el caso de los mensajes de que hablé, el trastorno en el orden de recepción se produjo por una deficiencia técnica (de aquellas fechas data la instalación del famoso teléfono rojo, que es una especie de fax glorificado). Pero resulta que en nuestra época los fallos técnicos en ciertos momentos pueden ejercer una influencia enorme. Para seguir con el símil pascaliano, la fuerza que pueda tener en algún momento histórico particularmente delicado un asunto aparentemente tan insignificante como la nariz de Cleopatra -o el proverbial grano de arena- puede resultar totalmente desproporcionada a su importancia inicial. Y cuando se puede dar razón de lo que pasó, puede ser ya demasiado tarde.

Para evitar, en la medida de lo posible, catástrofes humanas, que después de todo no eran completamente inevitables, hay varios remedios. Se me ocurre uno muy humilde pero harto beneficioso. Consiste en que los protagonistas de alguna contienda dramática en la que se juegue la vida de millones de seres humanos se abstengan de tomar ninguna decisión sin antes discutir a fondo la jugada. Es posible que la discusión, a menudo alimentada por malentendidos, vaya por mal camino y todo termine (para usar un eufemismo) a tiros. Pero las discusiones tienden a hacer posponer las decisiones y a revelar oportunamente que algunas de las que habrían podido tomarse habrían sido totalmente descabelladas.

Cuando los ánimos se aplacan, descubren que el que la nariz de Cleopatra tenga un milímetro más o menos carecía de toda importancia.

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