Un debate inútil
LAS PREVISIONES legales para la creación por primera vez en España de universidades privadas están a punto de cumplirse, a juzgar por el anuncio de que el Gobierno prepara un real decreto fijando las condiciones y las garantías necesarias para el funcionamiento de estos centros previstos en la ley de Reforma Universitaria (LRU), de 1983. Es lamentable, sin embargo, que un tema de tanta trascendencia para el futuro de los estudios superiores en España no haya sido precedido de un debate en profundidad sobre algo que determinará, mucho más que otras leyes del mercado, que nuestro país no pierda el tren dentro de la elite de las naciones desarrolladas del mundo.A estas alturas sería una pérdida de tiempo reproducir la controversia -siempre excesivamente cargada de ideología- de si es preferible la Universidad pública o la privada. La simple fuerza de los hechos impondrá, tarde o temprano, la ineludibilidad de la apertura de la enseñanza superior a la iniciativa privada, como ocurre en el caso de las enseñanzas primaria y secundaria, sin que ello plantee mayores problemas. Siempre hemos sostenido que, puesto que para los Presupuestos del Estado sería prácticamente prohibitivo abordar seriamente los enormes cambios que necesita la Universidad española para ponerse al día, no estaría de más que la iniciativa privada se corresponsabilizara en una reforma que no se puede aplazar por más tiempo.
Lo importante es, pues, discutir seriamente qué Universidad queremos para el próximo siglo, con independencia de quién tendrá en cada caso la responsabilidad de gestionar los futuros centros de enseñanza. Ésta sí es una polémica que está todavía por abrir en la sociedad española, y a la que ni el Gobierno ni los grupos de oposición han prestado la atención necesaria. Los sistemas de selección de profesorado, el viejo sistema de cátedras vitalicias e intocables, los planes de estudios y los métodos de trabajo hacen de la Universidad española un mundo cerrado en sí mismo, una reliquia del pasado prácticamente impermeable a los cambios. Eso por no hablar de los problemas de masificación, de arbitraria selección de alumnos y de una distribución territorial que recuerda todavía a la vieja repartición de las capitanías generales.
Durante mucho tiempo, la inmensa mayoría de los universitarios españoles -por razones económicas o de lejanía geográfica- no podrán acudir a los futuros centros de enseñanza superior en manos privadas, por lo que sería insensato que la autorización de éstos no fuera acompañada de una reforma en profundidad de todo el sistema universitario público, en el que se seguirá formando una parte sustancial de los profesionales españoles. Sería un triste contrasentido que mientras se piensa establecer exigentes requisitos de calidad a los futuros promotores de centros universitarios privados en cuanto a dotaciones docentes, infraestructura material y solvencia económica, la enseñanza universitaria pública continuara agonizando bajo mínimos.
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