Gran noche de la Royal Shakespeare
Titus Andronicus
De Shakespeare. Versión original completa. Intérpretes: David Howey, Micke Dowling, Brian Cox, Dennis Clinton, Emína Hitching, Mike Dowling, Jimmy Gallagher, Estelle Kohler, Piers Ibbotson, Steven Elliot, Peter Polycarpou. Donald Sumpter, Derek Hutchinson, Ian Bailey, Sean Poertwee, Patrick Cremin, Richard Leaf. Royal Shakespeare Company. Escenografía: Isabella Bywater. Trabajo de voces: Cicely Berry y Andrew Wade. Dirección: Deborah Warner. Sala Olimpia. Día 10 de marzo.
Titus Andronicus puede ser la tragedia más brutal escrita desde dentro de una civilización culta y de una belleza de palabra. Algunos pudorosos prefieren creer que no era de Shakespeare, para alejar de él este horror sin respiro que todavía hoy, en las representaciones de esta misma versión, produce en el Reino Unido desmayos y gritos de horror entre los espectadores (aquí, tranquilos). No cabe duda hoy de que es obra de Shakespeare; sin embargo, los responsables de los teatros han preferido mantenerla distante por "intratable": o sea, por sus dificultades (aquí dio una buena versión el Gran Teatro Lliure de Barcelona). Peter Brook se decidió a hacerla con Laurence Olivier en 1955, y de nuevo se sumergió hasta que Deborah Warner la dirigió en 1987 en Stratford (The swan) para la Royal Shakespeare Company. Es esta versión la que vemos ahora, y al parecer por los mismos actores, entre ellos el formidable histrión que es Brian Cox.La tradición inglesa de sus clásicos es interpretarlos a plena voz, y con todas las inflexioens necesarias para expresar sus sentimientos. Aquí, donde se pierde la cuenta del número de asesinatos en escena, y de las mutilaciones, las violaciones, las torturas, las crueldades y, sobre todo, de la más horrible canción a la venganza, sólo una profunda preparación puede permitir a los actores mantener este grito pelado durante cuatro horas: y la tensión dramática que no cesa -ni cuando la acción se convierte en cómica, sin perder su emoción trágica- durante casi cuatro horas.
Admiración
La representación produce una admiración sin límites hacia los actores y actrices, capaces de contener en sí mismos esta desmesura y poderla mostrar. La dirección de Deborah Warner está también inventada para esa contención posible, en un espacio escénico, de lo considerado como intratable. La vía que elige es la de un escenario y unos trajes casi neutros -dentro de la suciedad de una época bárbara, de unos resortes someros para ayudar la acción; meramente indicativo todo de lo que refiere suficientemente la palabra- y un texto íntegro, sin omisión ni añadido.
La primera parte no hurta nada a la tragedia. En la segunda hay una inclinación al humor, incluso a la comicidad, pero estas dos palabras tienen muchas acepciones. Es un terrible sarcasmo el de estos seres horriblemente mutilados, profundamente doloridos, y la demencia de Tito Andróníco, que sienten a inmensa alegría de la venganza, y la preparan y la cumplen con infantilismo casi, como una farsa que se ofrecen a ellos mismos. El final en el que los dos hijos -imbéciles, canallas, violadores, perversos- de la emperatriz son asesinados y convertidos en un cuidadoso pastel de carne -cuya receta muestran el texto y la acción: la sangre recogida de su cuello en una cazuela por la mujer a la que han violado, arrancado la lengua y cortado las manos, para hervir en ella sus huesos hasta que se deshacen mezclar la carne y las cabezas, picarlos y hacer el excelente pastel-, el banquete en que la madre se los come, la matanza inmediata -Tito mata a su hija, que se lo ha pedido, y a la emperatriz, el emperador mata a, Tito, el hijo de Tito al emperador: ya hay seis cadáveres en escena, contando los que están en el pastel, a los que se unirá el del amante de la emperatriz y padre de su oculto hijo negro, que va a ser quemado vivo- sólo se puede resistir en escena de esta manera: un sarcasmo en las acciones precedentes, una rapidez vertiginosa en los crímenes y un largo respiro en los discursos finales dirigidos a los romanos con la lección moral y la promesa de paz. La directora utiliza anacronismos, guiños al espectador, su propio sarcasmo, la soltura de las risas y llega con buen éxito al final. Hay, que repetir que todo ello dentro de ese espíritu de Shakespeare, que no falta en ninguna de sus obras, y en el que se encierra y se comenta siempre con humor su propio horror al poder.
Si toda la compañía es ejemplar, y todos sus movimientos ajustados y dignos, y no falta nunca el entendimiento de lo que dicen, es necesario destacar especialmente a Brian Cox. Un histrión, he dicho, en el sentido grandioso de la palabra, que luego, por el mal uso que muchos actores han hecho de ese ejercicio, se ha convertido en peyorativa: un histrión con todos los recursos de la tragicomedia, con toda la exageración que requiere un texto tan desorbitado pero con la capacidad de hacerlo creíble: feroz y burlón y demente, asesino sin ninguna duda ni ningún resquicio de conciencia, carcajeante por la inmensa felicidad de la más dura venganza... Y a Sonnia Ritter, con sus prodigiosos gestos en la víctima femenina, Lavinia... Y el juego británico del emperador, Saturnino, hecho por David Howey, o la bondad doloridas de Donald Sumpter, o... habría que citar uno a uno a todo el largo reparto que, además de sus individualidades, sabe estar en relación con los demás y en la trama unida de la tragedia.
Bravos
El público siguió la acción, algunos textos en mano, casi con religiosidad, y prorrumpió en ovaciones y bravos al final, especialmente para Brian Cox y la directora Deborah Warner. Casi cuatro horas de duración no habían cansado a nadie; al contrario. Es la única medida real para juzgar el gran teatro bien hecho.
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