Toda riqueza es caos
En este segundo artículo, el autor remacha que el verdadero escritor es irreductible a cualquier clasificación, para acabar afirmando que, con los años, el caos generacional aumentará y cualquier intento de aclararlo resultará más patético.
El caso de Javier Tomeo es un verdadero contraejemplo para el método generacional. Empezó a publicar en 1967, como se recordará, y, tras otras tres novelas inadvertidas, no empezó a ser descubierto de verdad hasta que en 1979 apareció en Anagrama El castillo de la carta cifrada. Aunque hay que señalar que sólo lo advirtió la crítica, ya que el público se mostró renuente, pues el libro no se reeditá hasta el año pasado. Pero Jorge Herralde creyó en él y le publicó otras tres novelas, entre las cuales tuvo buena repercusión Amado monstruo, en 1985. Y lo que es curioso, en Alemania Occidental publicaron con éxito El castillo..., y en Francia, Amado monstruo, hasta el punto de que en este último país hicieron una adaptación teatral de esta novela y llenaron durante más de un mes una de las salas del Théâtre National de la Colline, espectáculo que al parecer pronto podremos ver aquí, en Madrid y Barcelona. Este verano empezará la tournée por Francia. Con todo esto, acaba de salir la segunda edición de la novela, a ver si aquí lo descubre de una vez ese gran público que el autor se merece.Pues, además, la literatura de Tomeo es un ejemplo de precisión, claridad, humor y profunda originalidad. Tampoco se parece a nadie y ocupa un territorio propio, de características singulares, basado en el absurdo, el humor, cierto surrealismo -poco acentuado, huellas de un Kafka que al principio no había leído, de un Buñuel que por entonces era difícil de ver, de un Buster Keaton inaccesible para quien no fuera cinéfilo, un Ramón Gómez de la Serna en el hueco más profundo de la ola, y así sucesivamente. Si al principio cabía pensar que Javier Tomeo no tenía un lugar en la literatura española -para eso están los premios, el mercado, la publicidad, las editoriales y los medios de comunicación, que van sustituyendo la crítica por las listas de libros más vendidos-, ahora puede decirse que carece de generación, una vez descubierto. No es realista, ni formalista, ni intelectual, ni metafisico, ni vanguardista, ni nos habla de la actualidad, ni del combate político, ideológico, sexual, financiero, nuclear, ni literario siquiera. Sólo es Javier Tomeo, sumido en su propio mundo obsesionante, hablando de nosotros mismos a través de sus locuras y pesadillas y fantasmas personales. Ahora nos descubre que las palomas -tradicionales símbolos de la pureza y la paz desde el Espíritu Santo hasta Picasso- son ventrudas, patosas, fundamentalmente sucias y vuelan mal, y con ojillos malévolos, legañosos y automáticos, y además se nos hacen encima: son el símbolo del mal, de la soledad, sumidero de toda paranoias.
Bueno, pues Tomeo está aquí representando a la nueva novela española. Junto a Muñoz Molina, el gran triunfador final, que éste sí que bordea la treintena, fue descubierto -y aceptadodesde el principio con su primera novela (Beatus ille), en 1986; al año siguiente acaparó los premios de la Crítica y el Nacional -por este orden, no se olvidecon El invierno en Lisboa; se ha disparado en las listas de ventas, y va a repetir con Beltenebros con toda seguridad. Muñoz Molina ha llegado pertrechado de una conquista inicial implacable: su estilo, del que tampoco está ausente cierto eco benetiano, que es riguroso, sugerente, formalmente intachable., Su primera novela era más desordenada e incontrolada que la segunda, pero más significativa e importante, como si su maestría técnica hubiera llegado aligerando sus contenidos.
Es evidente que Cela fue lo nuevo -y lo sigue siendo-, que Torrente llegó a serlo, que Sánchez Ferlosio no quiso llegar y se interrumpió, que Juan Goytisolo lo quiere ser a toda costa, como Julián Ríos, y que al compás de los novisimos poetas y Benet sí hubo novedades profundas. Ahora se descubre en el extranjero a nuestros novelistas, con Eduardo Mendoza -el otro gran triunfador, si no el primero- a la cabeza. Por lo que conozco, la recepción en Francia de Mendoza, Vázquez Montalbán, Adelaida García Morales, Cristina Fernández Cubas, Javier Marías, Vicente MolinaFoix, sin contar a los citados Tomeo y Benet, ha sido excepcional.
Autocrítica y humor
Se habla de regreso a la privacidad, de culto a las relaciones personales y amorosas, del alejamiento de solemnidades, retóricas y viejas banderas, de autocrítica y de humor, pero no estoy muy seguro y sigo viendo diferencias por todas partes. ¿Autocrítica y humor? Sí, desde luego, en Azúa, Marías, Molina-Foix, Álvaro Pombo; con el precedente de Eduardo Mendoza, el propio Javier Tomeo y Manuel Vázquez Montalbán. Hay otros escritores en el filo de la navaja, cuyo humor resulta mucho más recóndito, como Guelbenzu, Gándara, Soledad Puértolas, y así sucesivamente. El de Juan Cruz es verbal; el de Antolín Rato, frío. Pero no veo humor en otros triunfadores como Javier García Sánchez o Jesús Ferrero. Otro de los más perfectos, Juan José Millás, posee humor y lo maneja con cuidado para no aplastarnos demasiado con la tragedia. De hecho, en otra de las raras novelas triunfadoras del año pasado, El desorden de tu nombre, el defecto residía en que la metanovela ocultaba una esplendorosa historia de amor. ¿Y en la escuela leonesa? En Luis Mateo Diez, desde luego; menos, en el reciente Nadal Juan Pedro Aparicio o en Merino, y casi nada en el outsider triunfador Julio Llamazares. Tampoco veo mucho humor en el propio Muñoz Molina o en otros cercanos a él -y anteriores-, como los excelentes Pedro García Montalvo o Miguel Sánchez Ostiz, que sí lo utilizó en El pasaje de la Luna para olvidarlo después. ¿Cómo entonces fundar una generación? Armas Marcelo, que se ha pasado la vida inventandolas, ahora va y se refugia en el 68 del antifranquismo.
El panorama es rico, aunque caótico. Todas las generaciones se mezclan, perturban y molestan, pero el verdadero escritor es irreductible a clasificaciones, generaciones y años. Y cuantos más tengamos, el caos -que tiende a confundirse con la libertad- aumentará y todos nuestros intentos de aclararlo resultarán más patéticos. La riqueza es caos, desde luego, pero el caos no siempre resulta fecundo ni rico. Y así es el desorden de nuestros nombres.
Babelia
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