Pocas nueces
RARO ES el foro institucional de cierta trascendencia que no incluya en su agenda la consideración del problema de la deuda externa de los países en desarrollo y, muy especialmente, de los latinoamericanos. Raro es también el político de cierta proyección internacional que no intenta aportar su particular recetario a la ya amplia colección de terapéuticas, vacías de contenido en la mayoría de los casos y huérfanas de generosidad cuando proceden de los países acreedores.En varias ocasiones en las dos últimas semanas hemos presenciado este espectáculo recurrente: con ocasión de la reunión de Davos, en la toma de posesión del presidente de Venezuela, y, más significativamente, en la recién clausurada reunión de los ministros de Finanzas del Grupo de los Siete. En ninguna de ellas, sin embargo, se ha avanzado una vía de solución completa y efectivamente nueva. El reconocimiento por algunos países acreedores de la escasa virtualidad del Plan Baker, propuesto en 1985 por el hoy secretario de Estado norteamericano, no se ha traducido todavía en un proyecto realmente alternativo. La Administración estadounidense no está dispuesta a abandonar su concepción de la solución del problema, basada en una aproximación caso a caso, pero la comunidad bancaria tampoco ha asumido su cuota de participación en este plan a través del suministro de nueva financiación en cuantía suficiente y condiciones tolerables para los países deudores.
Ese respaldo implícito al esquema de Baker no permite que alternativas más innovadoras, y en definitiva más flexibles, sean hoy objeto de necesaria atención. Las soluciones complementarias al Plan Baker, basadas, por ejemplo, en la conversión de deuda por activos del país deudor, han puesto de manifiesto su limitado alcance.
La amenaza de quiebra que el comienzo de la crisis supuso en su día para el sistema bancario internacional ha ido desapareciendo poco a poco y ha devenido poco menos que en un tigre de papel. El impacto inicial ha sido superado a través de una progresiva reducción de los riesgos en esos países de los principales bancos privados, amparada tanto en un tratamiento fiscal favorable -en los países de origen- a las dotaciones de provisiones contra esos préstamos, como en la negativa a proporcionar nuevos recursos crediticios a la mayoría de los deudores. En realidad, el servicio de la deuda de la región en los últimos cinco años superó en más de 120.000 millones de dólares a la financiación fresca recibida en este período.
Por lo que respecta a los deudores, las políticas de austeridad adoptadas no han deparado sino un estancamiento de sus economías, una drástica reducción de gastos sociales, un incremento del volumen de deuda y una creciente inestabilidad política, propiciada en gran medida por el deterioro de las condiciones de vida de sus habitantes. En alguno de estos países, la recuperación de esquemas democráticos de organización política han coincidido con ese empeoramiento de la situación económica, lo que ha puesto a prueba la capacidad de los Gobiernos para la gestión de la crisis y, lo que es peor, ha abonado el terreno para la búsqueda de soluciones salvadoras.
Es este último punto el que debe contemplar cualquier propuesta de solución al problema, y para ello la reducción del peso de la deuda deberá ir necesariamente acompañada de la inyección de nuevos recursos, en magnitud suficiente para que algunas de las reformas que estos países han llevado a cabo en sus aparatos productivos sean efectivamente ensayadas. En ese contexto, e independientemente de las iniciativas individuales o en grupo de algunos países industrializados, el fortalecimiento de la base financiera de las agencias multilaterales, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, sobre el que basar fundamentalmente el proceso renegociador de la deuda, se presenta como precondición para abrir paso a la suficiencia de los esfuerzos de los propios países.
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