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Una espera accidentada

Haciendo bueno el refrán de que "a la tercera va la vencida", aunque tampoco estoy ya completamente seguro de si ha sido, en efecto, a la tercera o a la cuarta, ha tenido lugar la requeteanunciada inauguración de la retrospectiva Ramón Gaya, 1922-1988, que estará abierta al público en el MEAC desde ayer hasta el próximo 26 de marzo, fecha en la que está previsto su traslado a Murcia, la ciudad donde nació el pintor en el año 1910. La muestra reúne 136 obras, entre óleos, dibujos y gouaches, seleccionadas entre lo más representativo de todas las principales etapas de este sensible artista, que conoció la dorada floración de la vanguardia histórica española, vivió la experiencia mítica de París y, en fin, las tragedias de la guerra civil y el prolongado exilio.

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Antes, en cualquier caso, de comentar la personalidad y la obra de Ramón Gaya, hay que protestar por el tratamiento que ha recibido la presentación de su retrospectiva, no sólo por los múltiples y mareantes retrasos de su definitiva apertura oficial sino por otros detalles menores igualmente odiosos, como el de las faltas de ortografía con que aparecen reiteradamente mal escritos, en la nota oficial dada a la Prensa, los nombres de pintores Braque (Bracque), Rouault (Roualt), Hirosighe (Hirosghe), Nietzche (Nietzche).

En estos atribulados momentos que está padeciendo el MEAC, antes de que las autoridades oficiales se decidan a transformarlo en ese museo de la vida cotidiana, en el que, según declaraciones del director general de Bellas Artes, el visitante "podrá comprobar cómo vive él mismo y su tío del pueblo", fin desde luego compatible con el de servir complementariamente de almacén para las obras que han pasado a pertenecer al Centro de Arte Reina Soria; en estos atribulados momentos del MEAC -repito-, uno se siente predispuesto a disculpar todo tipo de yerros, hasta los ortográficos, pero no a costa de Ramón Gaya, cuya trayectoria se merece un respeto cuidadoso hasta en los detalles.

Por lo demás, haciendo salvedad de estos aspectos negativos, de los que no son total mente responsables los funcio narios del museo, hay que decir que la exposición es amplia, está bien seleccionada -se ha logrado traer para la ocasión un buen número de obras que se encontraban dispersas por el extranjero y, por tanto, nunca vistas, aquí- y, en fin, tratada con sensibilidad en el montaje, cuya elegante limpieza y entre cruzamiento de diagonales son formalmente perfectos.

De hecho, una de las mejores virtudes que cabe destacar en la presente exposición es que con la sola ayuda de la secuencia pictórica en sí, no sólo logra transmitir lógicamente al espectador la exquisita sensibilidad artística que posee Gaya, sino también evocar su riquísima y versátil personalidad creadora, esa cultura y hasta esa civilización qpe le caracterizan, tanto por los antiguos derechos que adornan a la tierra donde nació como por su apasionante y apasionada biograflia, que él mismo ha sabido pulir hasta convertirla en una refinada obra de arte. Quiero decir que si el circunstancial visitante no conoce, por ejemplo, las excelentes cualidades literarias que posee el autor de ensayos tan admirables, como Velázquez, pájaro solitario, El sentimiento de la pintura o Diario de un pintor, tras visitar la muestra, los disfrutará casi sin sorpresa, como si escribir así fuera lo más natural del mundo para quien así pinta.

Artísticamente, Gaya no es, desde luego, un vanguardista, pero aún menos un académico: forma parte de esa intrahistoria del arte contemporáneo de modernistas antimodernos, entre los que se han dado, en pintura tanto como en poesía, algunas de las figuras más memorables de nuestra desasosegada época. Expertísimo amante de la tradición pictórica hasta el impresionismo, lo que él mismo se encarga de subrayar con esos maravillosos homenajes que dedica a los grandes maestros del pasado, con los que dialoga inteligentemente con el pincel, Ramón Gaya no ha vuelto, sin embargo, la espalda a las experiencias vividas en el seno de la vanguardia histórica de los años veinte y treinta, aunque sin entregarse ciegamente a ellas a costa de su propio sentir y discernir. En esta tensión discriminativa es precisamente, a mi modo de ver, donde reside su grandeza, que es conceptual -crítica-, y no sólo el producto del refinado tacto de sus exquisitas maneras, aunque éstas alcancen cotas de brillantez de-. susadas.

Esta retrospectiva, señalemos como colofón, nos aporta no sólo las obras primeras de la juventud áurea a la sombra de Cézanne y de esa misma serena interpretación de la belleza moderna que practicaron otros grandes artistas españoles de la llamada Escuela de París, desde su paisano Bonafé hasta Manuel Ángeles Ortiz o Bores, sino también los hermosísimos paisajes mexicanos e italianos, la obra peor conocida por nuestro público y, por tanto, punto de referencia muy necesario para entender lo último por él realizado en España, a pesar de que Gaya, no hace falta decirlo, no es un artista de grandes cambios, sino de profundas transformaciones sutiles.

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