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Los siete locos

En 1930, el entonces presidente de la República Argentina, Hipólito Yrigoyen, fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Uriburu. De entonces ahora, ningún presidente civil terminó su período constitucional. De llegar Alfonsín al 10 de diciembre vivo y en el cargo, sería el primero.Los novelistas suelen intuir mejor que sus contemporáneos la dirección última de las corrientes profundas de sus respectivas sociedades -muchas veces a pesar de ellos mismos y doliéndose de las consecuencias en carne propia- Un año antes del golpe de Uriburu, en 1929, Roberto Arlt publicó una novela que resulta clave para la comprensión no sólo de los sucesos de aquellos días, sino también para la de las décadas que siguieron, en las que, hasta el presente, todo parece repetirse pesadillesca y circularmente, sin que por ninguna parte se haga visible una salida.

Aquella novela se llamaba -se llama y no hace muchos años se editó en España- Los siete locos. En sus páginas se narra la historia de una sociedad secreta, de la que participa el protagonista, Remo Erdosain, y en la que lleva la voz cantante un eunuco iluminado, el Astrólogo. El Astrólogo se propone la revolución, que entiende como 1a poda del árbol humano". ¿Qué revolución? "No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista", argumenta el jefe. "A veces", dice, "ine inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda".

Arlt poseía una visión corporativista de la historia. En una parte del libro se describe una reunión de conjurados, a la que asiste un personaje sólo identificado como "el Mayor", que dice ser militar. "Toda sociedad secreta", afirma éste, "es un cáncer en la colectividad. Sus funciones misteriosas desequilibran el funcionamiento de la misma". Y a continuación expone su visión del papel de quienes le escuchan como creadores de las condiciones para su propla intervención, la de su corporación, en el Estado. En toda la novela, el Mayor es el único que define sus finalidades respecto de la organización clandestina.

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Las ideas básicas del Astrólogo resumen para el discurso práctico la teoría de las elites y la dudosa ética del finalismo: para cambiar una sociedad, basta con la decisión de siete locos; como la eficacia de esos siete locos depende de los recursos con los que cuenten, hay que procurárselos como sea. Tan poco le importan los medios al Astrólogo, que resuelve la cuestión a partir de la explotación de una cadena de prostíbulos.

El Mayor sabe otras cosas: que el poder lo tendrá en última instancia el remoto y anónimo gerente de los prostíbulos; que el impulso de cambio de los siete locos se da de bruces las más de las veces con las tendencias gregarias de las masas; y que en muy raras ocasiones los iluminados ven más allá de su propia luz.

La América Latina de los años sesenta y setenta estuvo llena de grupos de a siete locos modélicos, iodos ellos identificados en su imaginario con los hombres del Granma. A Ernesto Guevara, una fe ¡limitada en el poder de las vanguardias le llevó la vida. En los casi 22 años pasados desde los sucesos de Bolivia, imagen y práctica se fueron degradando en el continente. Y fuera del continente. A Sendero Luminoso le precedió Polpot.

Nadie sabe, ni probablemente nadie sepa nunca, qué movió a los siete locos que hace unos días fueron a hacerse matar en el cuartel de La Tablada, en Buenos Aires.

A la falta, o el exceso, o la confusión de las reivindicaciones de su accion se agrega la ostensible reticencia de las autoridades argentinas, militares, por supuesto, a proporcionar nom bres, fotos, identidades, historias, en cuyo conocimiento, sin duda, están. Si nada se sabe sobre Ic s siete locos, menos aún se sabrá sobre los que manejan los prost bulos. No se revelará jamas lo que esos hombres creían, para que nunca se sepa quién los convenció o quién los engañó.

Bien o mal intencionados, habría que juzgar su acción como siempre hay que juzgar en la historia: por los frutos de la mísma. Y el recuento de esos frutos, en la Argentina de hoy, un país que se ha quedado sin aliento en la ascensión a su empinadísima cuesta política, se pued Y se debe hacer de inmediato y sin bajar la guardia.

La convivencia democrática ha sido seriamente golpeada. El poder negociador del presidente Alfonsín con el Ejército se ha viste reducido. Los carapintadus de Seineldín y de Rico se planian ahora ante las instituciones civiles diciendo: "¿Han visto? ¿Han visto? Lo que nosotros decíamos". Claro que nadie en su sano juicio va a tomar eso omo planto de referencia para modificar su actitud política. Pero ellos se habrán dado una justificación ante el público y habrán ganado una batalla al sistema al que deberían defender y que, sin embargo, amenazan.

La presidencia de Alfonsín se ha señalado por ser aquella en que mayor consistencia y habitualidad adquirieron las libertades públicas en Argentina. Su filosofía de gobierno admite un resumen simplificador: contener a inflación y contener a los e,ten entos armados que, desde el puder o desde sus proximidades más o menos anónimas, se miraron el terror antes y durante, la última dictadura. Es decir, facilitar la libre circulación de capitales para revitalizar la vida económica, y facilitar la libre Irculación de hombres y de ¡dea s para revitalizar la vida civil. Tal vez no se tratara tanto de gobernar la nación cuanto de hacerla gobernable, en un plazo medio, por una sociedad civil con recursos materiales.

Y en el curso de este largo lustro, Seineldín, Rico y los deniái recalcitrantes de las fuerzas armadas, acostumbrados al ejercicio de un poder ilimitado, han hecho cuanto estuvo en su rnai io por oponerse a ese propósito, por mantener a la Argentina -n estado de ingobernabilidad, a la vez que exigían que les fuese dada la razón y se legitimaran por entero todas sus actitudes. Conscientes de que, por una vez, un golpe de Estado no iba a contar con apoyo civil, intentaron la vía de la agitación y de los levantamientos parciales. La finalidad última era la amnistía. Lograron arrancar de las instituciones las leyes de punto final y de obediencia debida ins trumentos políticos que hoy podrían entenderse no como pasos hacia la amnistía, sino como gestos destinados, precisamente, a no otorgarla. A ellos habrá que añadir ahora la creación del Consejo de Seguridad Nacional; en este organismo, el presidente de la República se instala en la cabeza de la represión. Es el más dificil todavía de Alfonsin, que, con la pretensión de controlar posibles "excesos en la lucha antisubversiva", asume la responsabilidad última de los que se pueden cometer, y lega esa misma responsabilidad a su sucesor.La democracia puede tolerarlo casi todo, pero en ese casi todo no se cuenta la impunidad de sus enemigos. Si Alfonsín cediera en ese punto, todo el endeble edificio civil contruido hasta aquí perdería su sentido. Ante la proximidad de las elecciones, programadas para el 14 de mayo, la crispación y la prisa de los militares parecen ir en aumento. En ese clima, los sucesos de La Tablada llevan agua al molino de Seineldín, le prestan una justificación. No importa si, como algunos sugirieron, la toma del cuartel fue maquiavélicamente planificada por alguno de sus secuaces: de no ser cierto, merece serlo. Porque los propósitos que siete, o setenta veces siete, locos se atribuyan a sí mismos chocan demasiadas veces con la astucia de la historia. Cada vez que los poderes fácticos de la Argentina de paisano -la Iglesia, los sindicatos- han dado rienda suelta a su corporativismo y han dificultado con ello el desarrollo de las instituciones democráticas, han servido a Seineldín y ha habido que denunciarlos. Sería hipócrita y cruel no leer ahora la realidad en el mismo sentido, excusándose o escudándose en una supuesta identidad de izquierdas de los agresores de La Tablada. Objetivamente, les haya mandado quien les haya mandado, son tan enemigos como los otros.

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