La elección invisible
¿A quiénes eligió un electorado norteamericano abstencionista, indiferente, disgustado e ilusionado, todo ello a la vez? Oficialmente, el triunfo correspondió a una pálida planilla de típicos WASP (white anglo saxon protestants, el corazón de la cultura europea fundadora, protestante y originaria de las islas británicas). George Bush posee un extenso currículo burocrático, pero ninguna victoria señera. Esto no es excepcional en la vicepresidencia norteamericana, de la que un antiguo titular, el malhablado vicepresidente de la era del Nuevo Trato, John Nance Garner, dijo que importaba menos que "una jarra de orines tibios". Ningún vicepresidente de EE UU había logrado pasar por la vía electoral a la presidencia desde que Martin van Buren, vicepresidente de Andrew Jackson, logró esa hazaña en 1836. Pero sólo en los pasados 43 años tres vicepresidentes han accedido a la Casa Blanca por muerte o renuncia del presidente: Truman, por la muerte de Roosevelt, en 1945; Johnson, por la muerte de Kennedy, en 1963, y Ford, por la renuncia de Nixon, en 1973. Es preciso desearle, pues, larga vida a George Bush; la idea de que pueda sucederle ese muñequito de celuloide, Danforth J. Quayle, debe inspirar terror a propios y extraños. Ignorante, histérico, inmaduro, Quayle es el mejor seguro de George Bush, como en su momento lo fue Agnew de Nixon.Droga y terrorismo
Pero los éxitos del vicepresidente Bush durante los pasados ocho años tampoco son notorios. Las principales tareas que le confió el presidente Reagan fueron combatir la droga y combatir el terrorismo. En el primer caso, el consumo de droga se multiplicó y se facilitó en EE UU, al grado de que el año pasado las ventas de narcóticos alcanzaron la suma de 100.000 millones de dólares. Esta suma equivale al doble de lo que EE UU gasta importando petróleo. La marihuana se convirtió durante la titularidad de George Bush en la segunda exportación agrícola de EE UU, después del maíz. La Administración de Reagan fue sumamente activa en señalar con el dedo los países de donde proviene la droga, pero hizo poco o nada para combatir el verdadero problema, que es la demanda interna norteamericana. La campaña antidroga del señor Bush no parece haber tocado a las organizaciones criminales, las pistas de aterrizaje, la tintorería bancaria, la producción y, sobre todo, el consumo locales.
En cuanto a su campaña contra el terrorismo, hasta la fecha el vicepresidente Bush ha sido incapaz de aclarar en qué consistió su actitud en la política de vender armas al ayatollah Jomeini a cambio de la liberación de rehenes. El hecho es que esa política fue el más señalado fracaso internacional en la campaña contra el terrorismo.
Cabe preguntarse ante la mediocridad palmaria del equipo triunfante, Bush-Quayle, a qué se debe ese triunfo, e incluso si el electorado no ha llevado al poder a una planilla invisible, no inscrita en las boletas, pero, ella sí, capaz de gobernar con astucia, energía y conocimiento a la gran potencia norteamericana.
No paso por alto los argumentos, de sobra conocidos, que con razón atribuyen a la mala campaña del gobernador Dukakis el triunfo y, comparativamente, a la organización superior de la campaña del vicepresidente Bush. Dukakis no sólo tardó en contestar a las mentiras de una campaña librada primordialmente por televisión. No sólo resistió todas las ideas y ofertas de ayuda que en la etapa inicial de la campaña le llegaron de los más experimentados políticos demócratas, limitándose a trabajar con su camarilla de Massachusetts, como si su objetivo fuese reelegirse como gobernador y no elegirse como presidente. No sólo se inclinó ante el terrorismo verbal conservador, eludiendo hasta los momentos finales clasificarse como liberal en materia de política social y coadyuvando así a estrechar aún más el campo del debate de ideas en EE UU, de por sí tan limitado e inferior al que ofrecen las democracias europeas. No escuchó a tiempo Dukakis las voces de sus amigos y partidarios, los Galbraith, los Schlessinger: la base de la grandeza y prosperidad norteamericanas son las políticas liberales que salvaron al país de la depresión republicana en 1932 y construyeron una política en la que el desarrollo económico, la distribución del excedente y el bienestar social iban de la mano. EE UU es lo que es a partir de 1932 gracias al liberalismo, no al conservadurismo. Convertir la palabra ele (liberalismo) en un insulto es insultar la historia contemporánea de EE UU. ¿Qué le espera ideológicamente a esa gran nación? ¿Dentro de 10 años se habrá convertido la palabra ce (conservador) en un insulto también? ¿Qué les quedará entonces a los norteamericanos? ¿Sólo la palabra efe? Efe de fascista, sí, pero también del insulto supremo: fuck.
La herencia liberal
Dukakis intentó inútilmente, en las dos últimas semanas de su campaña, rehabilitar la herencia liberal del Partido Demócrata. Fue demasiado tarde, y, sin embargo, sólo a partir de la premisa liberal podía la campaña demócrata criticar a fondo la engañosa política económica de la reaganomía. Paz y prosperidad: el lema republicano recuerda un panorama de expansión económica que ha durado seis años ya. Expansión sin inflación -gracias a medidas puestas en sitio por Paul Volker durante los últimos tiempos de la Administración de Carter, pero que sólo dieron frutos durante la Administración del qué duda cabe y viva Irlanda muy afortunado Ronald Reagan-. Expansión, en consecuencia, del empleo, aunque a un ritmo menor que durante los cuatro años de Carter, y en muchas oca siones como un producto de la mala distribución del ingreso: hablamos de muchas amas de casa obligadas a trabajar para mantener hogares de clase media y de muchos estudiantes empleados en expendedurías de hamburguesas para pagar estudios universitarios sin antiguos respaldos oficiales.
Pero expansión, sobre todo basada en una teoría que conocemos bien en América Latina que la riqueza se acumule en la cima social y tarde o temprano sus beneficios, irán descendiendo a la base social. No ocurrió así; nunca ocurrió así. Aumentó en estos ocho años el número absoluto de los pobres, los desamparados y los hambrientos. La idea del supply side fue ésta: córtense impuestos y subirán la inversión y el ahorro. La realidad fue que todos los factores descendieron y triunfó una vez más, pero ahora perversamente, lord Keynes. La política de expansión deficitaria, aumentando los gastos de defensa y disminuyendo los gastos sociales, se tradujo en mayor consumo interno y en mayor deuda externa para financiar las ausencias del ahorro interno.
El día del juicio
Las cuentas del reaganomismo están allí: una deuda del consumidor de 550.000 millones de dólares, una deuda hipotecaria de 1,5 trillones de dólares, una deuda por costes de fusión de empresas por otros dos trillones, una deuda externa que crece a razón de 100.000 millones de dólares anuales, y que llegará en 1990 a 500.000 millones de dólares, convirtiendo a EE UU en la primera nación deudora del mundo. Una deuda federal de dos trillones de dólares (Reagan, el conservador, duplicó en ocho años la deuda total de la Federación entre las presidencias de George Washington y Jimmy Carter). El déficit de la balanza de pagos, la competencia ventajosa de Japón y la RFA, y la dependencia norteamericana de las inversiones extranjeras que suplen la inversión nacional, pero que caprichosamente pueden retirarse en cualquier momento, hacen prever un día del juicio, seguramente durante los cuatro próximos años. ¿Hay cierta justicia poética en que el fin de las ilusiones ocurra bajo la presidencia del heredero de Reagan? No, porque la politíca mundial no debe conducirla el Conde de Montecristo y a nadie le conviene una economía norteamericana en crisis. No, porque el coste social, jurídico y político de las respuestas de Bush será más alto que el de las de Dukakis.
Y sin embargo, se debe dar por descontado que durante el próximo cuatrienio la nueva Administración norteamericana tendrá que dar respuesta a los problemas que no se mencionaron en la campaña, porque nadie quiso hacerse el harakiri político desengañando a un país que desde su fundación quiere saberse destinado a la felicidad. No creo que muchos mexicanos, franceses, alemanes, chinos, rusos, españoles, palestinos o haitianos, sientan que la felicidad les ha sido asegurada. Los norteamericanos, sí. Pueden responder con vigor a la adversidad, pero no renuncian al sueño americano, que es el virus más resistente de la Ilustración dieciochesca: la humanidad es perfectible; el progreso, inexorable; la felicidad, nuestro destino. Los hechos contemporáneos han demostrado que la historia y la felicidad rara vez coinciden.
La mayoría norteamericana afinca su esperanza en esa coincidencia y Ronald Reagan ha explotado al máximo, y con habilidad innegable, ese sentimiento. Nadie quiere sacrificarlo, sobre todo cuando, objetivamente, el poder mundial de EE UU disminuye visiblemente, así como el poder soviético, y el mundo creado en Yalta cede el lugar a un planeta de responsabilidades mejor compartidas. Estamos en el umbral del universo pos-Yalta, en el que el prolongado condominio bipolar USA-URSS cede su lugar a una estructura multipolar: Japón, China, Europa, y en seguida India, Latinoamérica, el mundo árabe y el África negra.
El declive americano
"El siglo americano" anunciado por Henry Luce duró sólo tres décadas, pero al público norteamericano le cuesta acostumbrarse a esta disminución. De allí Reagan, su retórica, su maniqueísmo, sus cruzadas contra "el imperio del mal", pero también su acomodo final con la otra potencia en declive y su limitación a un machismo en barata contra pequeñas naciones: Granada, Libia o Nicaragua. Ronald Reagan, el valentón, sólo se metió con naciones de menos de cinco millones de habitantes.
Pero la adecuación exterior del poder norteamericano a una nueva realidad global pasa por el ajuste interno: confrontar la realidad de obligaciones financieras colosales y corrosivas, tomar decisiones sumamente difíciles para ajustar tanto el gasto militar como el gasto social, aumentar los impuestos (aunque la medida impopular se llama "incremento del ingreso público" o "campaña en contra de la mosca verde") y, contemplar la posibilidad de un descenso generalizado del nivel de vida.
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