Los reyes dioses
Ha fallecido, después de 62 años de reinado, el emperador Hirohito de Japón, uno de los personajes claves de la historia del presente siglo. Soberano muy consciente de sus deberes y de su responsabilidad, viajó sin cesar por las capitales europeas en los años veinte, dando a conocer el poderío de su pueblo y recogiendo a su vez información internacional de primera mano. El lema de su mandato dinástico se denominaba showa, es decir, armonía y paz. Pero los hechos demostraron que, por el contrario, la expansión y conquista militar del continente asiático vecino, grata a los sectores nacionalistas del imperialismo, iba a marcar de forma inequívoca su etapa de supremo conductor de la nación. La entrada de Japón en la II Guerra Mundial, aliado al eje Roma-Berlín, precipitó la universalización de la contienda con la participación de Estados Unidos en el conflicto. La derrota final, tras los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, motivó la rendición del imperio y el fin de la guerra. Douglas MacArthur, con su aire de procónsul romano, pensó en liquidar el sistema político y optar por imponer una república a los vencidos. Pero su instinto le hizo comprender pronto que eliminar una institución imperial tan arraigada traería un caos al país, dejando un vacío peligroso frente a la China comunista de Mao. Optó, de acuerdo con los expertos de Washington, por respetar la forma, pero modificando sustancialmente el contenido.El emperador, el Mikado, era considerado oficialmente descendiente directo de la diosa del Sol, madre del Universo. Hirohito recibía y usaba el título de Akitsu Kami, es decir, divinidad encarnada, un dios convertido en hombre. La mano poderosa de los juristas norteamericanos le despojó de esa calidad y le convirtió en un monarca democrático, simbólico y sin poder alguno, en el marco de una Constitución pluralista y parlamentaria.
Los reyes dioses aparecieron en el albor de las primeras jornadas de la humanidad histórica. Su repertorio es larguísimo y Reno de anécdotas sabrosas y de mitologías fantásticas. Los pueblos primitivos mezclaron la magia con el culto a lo divino, y al poder político con la protección sobrenatural. En la Grecia homérica, los reyes conllevaban el epíteto de dioses sagrados. En la India del código de Manu se describe a un rey como "una gran divinidad de apariencia humana". El mundo romano se llenó de emperadores augustos y divinos. Después del cesaropapismo constantiniano, el cristianismo buscó fórmulas acomodaticias para apoyarse en los poderes temporales y concederles algo a cambio. Carlomagno y su efímero imperio llevó a la culminación esa simbiosis sacrorromana que hoy nos parece inverosímil.
El derecho divino de los reyes europeos fue otra secuela del largo proceso de los reyes dioses que llega hasta la Ilustración. Apareció en los doctrinarios políticos del siglo XVII, que definían al soberano como directamente investido por Dios. Los reyes eran ungidos, simbolizando esa creencia. Ello suponía también facultades sobrenaturales que se manifestaban en la capacidad milagrera. En la monarquía inglesa, la ceremonia de curar la escrofulosis con la simple imposición del monarca sobre la cabeza o el cuello de los enfermos se representaba de modo público.
En 1633, Carlos Ihizo el milagro de curar de golpe a 100 enfermos en la capilla real. Su hijo, Carlos II, en 1660, volviendo del exilio en triunfo, organizó otro prodigio colectivo en Londres en la sala de fiestas de palacio, con liturgia y ceremonial adecuados. Según los cronistas británicos, llegó a curar durante su mandato a 100.000 enfermos con el sorprendente sistema manual. La facultad de hacer milagros se interrumpió con Guillermo III, que era escéptico, reanudándose con gran ímpetu bajo el piadoso Jacobo II y con la reina Ana, que se quedó con Gibraltar. En Francia, desde los tiempos del legendario Clovis y de san Luis, tenían los reyes, asimismo, el don curativo, hasta Luis XIII por lo menos. Los reyes ingleses habían heredado, por lo visto, esa facultad insólita de Eduardo el Confesor.
La doctrina del derecho divino siguió presente en grandes sectores del pensamiento político occidental durante el siglo XIX. En España, la corriente tradicionalista lo incorporó a su ideario, influido por el monarquismo legitimista francés, y la "alianza del trono y el altar" fue recogida por los defensores del integrismo católico. Un curioso y picante episodio de esa dialéctica del "rey ungido" fue el de Bonaparte, recién encaramado al solio imperial cuando quiso ser consagrado en una solemne ceremonia en Notre Dame, trayendo a ella al mismísimo Pío VII desde Roma para que oficiase en el sacre, como si de un rey Capeto o merovingio se tratara. Y coronándose finalmente el general a sí mismo y a la hermosa criolla Josefina, para que el altar se enterase de quién había restaurado el trono. Cuando visito París me acerco, en ocasiones, al templo de la Magdalena, contemplando allí, en el fresco que preside el altar mayor, la efigie del emperador Napoleón rodeado de la corte eclesial. "Es la recompensa del Concordato", según me decía con sorna un novelista católico de cepa irónica. Roma identificó -también- a uno de los innumerables mártires del cristianismo primitivo como san Napoleón, fijando su fecha en el mes de agosto, para que el nombre del emperador tuviera lugar apropiado en el calendario santoral.
Los reyes dioses han desaparecido, por fortuna, del escenario institucional del Estado contemporáneo. Los reyes son, hoy día, seres humanos sin pretensión alguna divina, genealógica o milagrera. Su misión es servir de vínculo unitivo a la comunidad que rigen. Y encarnar el arbitraje supremo necesario en los equilibrios de la maquinaria constitucional. En el mundo de la imagen, que condiciona la política de nuestro tiempo, los reyes -hombres o mujeres asumen el mito de la excelencia y de la perfección, con un propósito de ejemplaridad, accesible a todos.
Hirohito, monarca divino, jefe de la religión shinto, supo plegarse con suprema discreción a las exigencias del vencedor, renunciando a su carisma sobrenatural. Desde esa nueva condición de soberano democrático se convirtió en una figura confuciana de padre de la nación. Y en eje de !u estructura social y cabeza simbólica de la familia japonesa. El Japón próspero y renacido de nuestros días, convertido en potencia económica mundial, después de muchos años de crisis y dificultades, no tendrá en lo sucesivo un rey dios en su trono. Muchos jóvenes, escépticos en su mayoría, se congregaron, durante la larga agonía de Hirohito, ante el palacio de Fukiage para desear, en silencio, al moribundo soberano un tránsito feliz al trasmundo. Un periodista americano interrogó a uno de ellos sobre la monarquía: "Nunca creí que el emperador fuera un dios, como lo aseguraban mi padre y mi abuelo. Pero reconozco que a él se debe que nuestra nación se mantenga unida y con horizonte de porvenir".
Hirohito, hombre de ciencia eminente, no creería acaso, en su fuero íntimo, en su ascendencia divina. Con su sentido pragmático y realista asumió la responsabilidad de aceptar la rendición incondicional para evitar mayores males a su país, superando las actitudes intransigentes de los sectores ultras de las fuerzas armadas. Fue el último gran servicio que prestó a su pueblo antes de convertirse en un rey democrático.
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