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Tribuna:TRAS LA HUELGA GENERAL
Tribuna
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La ética de la calle

El moderado sentimiento de desconcierto que tras la jornada del 14 de diciembre parece extenderse entre la militancia y la estructura orgánica del partido socialista, de la que formo parte, no debería constituir necesariamente un dato negativo. Sólo hay, en un partido político de izquierdas, una vocación que deba ser más importante que la de enseñar, educando la conciencia de la gente: la de aprender. Pues bien, se aprende siempre desde el desconcierto.Por eso es tan importante en estos momentos la reflexión. Ésa es hoy una de las primeras obligaciones de los socialistas, individual y colectivamente: aportar las propias reflexiones, desde la fidelidad a un ideario y la lealtad a una organización.

A lo largo de estos años, desde 1982, los socialistas nos hemos movido en el interior de una dialéctica entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Las cosas que se deben hacer, en coherencia con unas ideas, valores y convencimientos, han de ser situadas en el marco de limitaciones, compromisos, razones y circunstancias del poder. Así, las decisiones del gobernante no deben ser adoptadas, ni valoradas, solamente por coherencia con unos principios, sino también por adecuación con un marco de condicionamientos.

La oleada de. huelgas y movilizaciones del primer semestre de 1987 puso de manifiesto por primera vez que ese soporte teórico de la práctica del partido socialista era válido, pero insuficiente. No hubo forma de explicar a los estudiantes que el objetivo de igualdad educativa (ética de la convicción) debía atemperarse a las posibilidades de abastecimiento de recursos públicos generadas por el crecimiento económico, sin yugularlo con una sobrecarga fiscal o una contracción del crédito privado y, en consecuencia, el avance habría de ser lento (ética de la responsabilidad). Los estudiantes pidieron mucho (no todo, es verdad), y ahora. Y como los estudiantes controlaban la situación (porque introducían un factor de descontrol suficiente en el orden del sistema), fue obligado ceder a bastantes de sus pretensiones. Antes de ese episodio, la larguísima historia de la reconversión industrial había anticipado el fenómeno social al que me estoy refiriendo.

Se inauguraba así una nueva realidad y, si se me permite, quedaba prefigurado un concepto: la ética de la calle.

La ética de la calle tiene sus propios elementos de identidad, surgidos todos ellos por negación, como sucede con cualquier realidad emergente.

El primer elemento de identidad es que se niega a aceptar, como premisa. del juicio de valor sobre sus pretensiones, la lógica global del sistema, en contenidos, métodos y tempo. Las demandas son parciales y concretas, sin que se admita que puedan ser descalificadas por su falta de racionalidad (de coherencia con el sistema de razones vigente), porque sus razones son otras. Así, en los días anteriores al 14 de diciembre, los convocantes se negaban a discutir sus demandas en el interior ole lo que llamaban "las cuentas del reino".

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El segundo elemento es que la ética de la calle integra emocionalmente, junto a pretensiones concretas y explícitas, otras reacciones difusas e implícitas, que podríamos resumir en la expresión agravios del poder, que son los que un Estado inflige a la sociedad por el mero hecho de existir y desarrollar sus prácticas. Obviamente, hay comportamientos de poder que hacen más aflictivos esos agravios, y otros menos, pero no es mi intención entrar en ese terreno, porque pienso que, aun en un óptimo de ejemplaridad en los comportamientos, el poder ofende; mucho más en un país con una biografía tan breve como Estado democrático amplio y desarrollado, y con una traducción individualista que en la anteguerra se manifestaba a través del anarquismo y, cincuenta años después, en la veta anarquizante de cada uno de los individuos y organizaciones, y en el desprestigio social del concepto poder.

Sectores marginales

El tercer elemento que nutre e identifica la ética de la calle es que a través de ella afloran en buena medida, con independencia de que se invoquen o no, los intereses de los sectores marginales y perdedores en un episodio que, como el actual, es de crecimiento y desarrollo. La persistencia de un alto nivel de paro, la marginalidad urbana, el desarraigo de franjas enteras de la sociedad, apartadas de la cadena de éxito y de consumo, incluso de toda expectativa realista de incorporarse a ella, es la gran reserva de desasosiego nacional que se manifiesta, bien por los directamente concernidos, bien a través de la conciencia -mala conciencia- de sectores mal instalados o no definitivamente extrañados del reino del relativo bienestar.

Todas esas realidades profundas de nuestra sociedad que con un grado mayor de autoconciencia ahora afloran no deberían inqqietar a nadie, y mucho menos al partido en el que milito, cuya función histórica no está disociada de esos movimientos que emergen, sino asociada a ellos. Pero es urgente que tanto el partido como el sistema político recuperen capacidad para incorporar a la normalidad los nuevos fenómenos sociales y políticos, que, nunca mejor empleada la palabra, se manifiestan.

Conseguirlo requiere varias cosas. La más importante, a mi juicio, lograr que el partido socialista, a través del debate social y orgánico, refuerce y vitalice los mecanismos de retroalimentación, esto es, recupere aptitud para incorporar demandas y sentimientos sociales reales, y esté en condiciones de ir corrigiendo y adecuando sus planteamientos programáticos y sus prácticas a las rugosidades del terreno histórico, haciendo un serio y permanente esfuerzo por analizar en qué medida pretensiones o posturas irracionales, pero extensamente sentidas y sostenidas, podrían formar parte de la política propia, haciendo un ajuste en el sistema de razones con relación al que son irracionales.

Falta hace también que los distintos movimientos y organizaciones sociales dispongan de permanentes cauces de diálogo, algunos de los cuales están previstos en la Constitución. Un Estado tan complejo como el nuestro sólo puede ser gobernado a través de la permanente negociación, con todo lo que esto significa en cuanto a actitud psicológica, flexibilidad en los programas y, sobre todo, empleo de tiempo, receptividad y paciencia.

Y sería preciso, en fin, que al igual que el poder político está obligado a tener en cuenta y admitir la influencia de la ética de la calle, quienes han sido principales agentes de ésta asuman su parte en la ética de la responsabilidad, comprendiendo y haciendo propio el derecho del país a progresar y desarrollarse, en un indispensable clima de estabilidad. De que sean capaces de hacerlo así dependerá, a mi juicio, la perdurabilidad de su éxito, que rápidamente se transustanciaría en fracaso histórico si, por pertinacia o exacerbación de las propias posiciones sumen al país en un nuevo período de degradación o estancamiento económico, como el que con tanto esfuerzo -de todos- logró superar el PSOE a partir de su acceso y la responsabilidad de gobierno.

La política de un país, no se desarrolla nunca linealmente, ni el progreso está hecho de avances rítmicos en la misma dirección. Debemos comprometemos con el curso de las grandes tendencias, pero el itinerario de cada día se hace con fracturas, regresos parciales, meandros, discontinuidades, y ya es un buen logro que el balance arroje avances en la dirección propuesta. En estos años se han dado, creo, pasos de gigante, en los que la tenacidad y colosal entereza de espíritu de los dirigentes del partido socialista han sido factores de terminantes. Pero una parte no poco extensa de la sociedad no ha seguido el ritmo, y ha dejado de entender bastantes aspectos de esa política aunque tampoco esté dispuesta por ahora a retirar su confianza efectiva. El tiempo que ahora se emplee en reconstruir la comprensión social de la política, y sus soportes sociales organizados, y en aplicar por las adecuaciones que en ella sean precisas para lograrlo, no será tiempo perdido, porque la estabilidad de un país, en todas las categorías de la vida colectiva, incluso la económica, es función del consentimiento y la aquiescencia sociales.

Pedro de Silva Cienfuegos-Jovellanos es presidente del Principado de Asturias.

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