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En poder del poder sindical

Enrique Gil Calvo

Es fama que la revolución devora a sus hijos. Pero parece que también lo hace la reforma. Primero Suárez, luego Carrillo y Fraga, todos los líderes de la transición han ido siendo defenestrados por sus propios barones. Ahora le toca el turno al último que quedaba, Felipe González, brutalmente descalificado por sus propias bases sociales -ya que no por sus barones, bastante más fíeles que los de sus competidores-. Pero sería un error pensar que la derrota del 14-D afecta sólo al PSOE -aunque sea el único responsable- No se trata tanto de una reedición del motín de Esquilache -celebrada contra la modernización impuesta desde arriba por decreto del despotismo ilustrado- como del grave riesgo de ruptura de aquellos pactos de la Moncloa que posibilitaron la transición económica a la democracia -dada la amenaza de su contraproducente desnaturaliz ación que la victoria del poder sindical acarrea-.Antes de que los defenestraran, los otros líderes de la transición lograron cumplir la función histórica que les resultó encomendada: Suárez logró completar la reforma jurídica que democratizaba el aparato del Estado, Fraga logró democratizar a la burguesía española -desactivando políticamente a la extrema derecha- y Carrillo logró democratizar al proletariado urbano -legitimando la restauración de la monarquía parlamentaria ante los ojos de la izquierda-. Pero faltaba algo más. Para poder adaptarse a la crisis económica internacional, hacía falta conducir con seguridad una política de ajuste salarial como la diseñada en los pactos de la Moncloa: algo -que la clase obrera sólo podría asumir si se gestionaba desde la izquierda -y por eso hubo de hundirse UCD y triunfar en 1982 el PSOE- Y aquí es donde amenaza fracasar el Gobierno de Felipe González -si termina por ser también defenestrado sin haber logrado completar la fiinción histórica para la que resulta destinado, que no es otra que la de pilotar -la política de ajuste salarial, hasta que la crisis económica del hiperdesempleo haya concluido por fin con el siglo-.

Durante el primer período del Gobierno socialista -1982-1985: la etapa Boyer, para entenderrios- pareció que se estaba consiguiendo lo peor: las bases sociales aceptaron obedecer una severa política de ajuste salarial, dado que también el excedente empresarial venía resultando negativo. Pero tras el cambio de la coyuntura económica internacional, iniciado a partir de 1985, las cosas cambiaron: el excedente empresarial se restauró y comenzó una etapa de claro crecimiento sostenido. A pesar de lo cual, hacía falta seguir aplicando una política de ajuste salarial hasta tanto pudieran crearse los cinco millones de empleos netos que se precisan en España para acercar nuestra tasa de ocupación al promedio europeo -pues ese, y no otro, es nuestro principal obstáculo histórico: la gravísima infrautiliz ación de nuestros recursos humanos-.

Pero si bien había que seguir aplicando la misma política de ajuste salarial, ello ya no podía lograrse por los mismos medios. Es fácil convencer a los sindicatos de que se moderen cuando los empresarios se están arruinando. Pero es muy difícil conseguirlo cuando la burguesía se enriquece y la especulación se dispara. Y aquí es donde se produjo el fracaso del segundo período de gobierno socialista -1985-1988: la etapa Solchaga-: el intento de vender una política de ajuste salarial en etapa de reactivación, con los mismos argumentos que sirvieron durante la previa etapa de recesión, estaba de antemano condenado al fracaso. En consecuencia, la batalla por el control de la opinión pública se saldó con una derrota estrepitosa. Los sindicatos se rearmaron, la humillación del referéndum de la OTAN les encendió la sed de venganza y los continuos errores del Gobierno les facilitaron poder plantear desde la calle su ultimátum al Parlamento.

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La huelga tenía que triunfar absolutamente porque si bien las razones económicas jugaban a favor del Gobierno según reconocen todos los observadores cualificados-, las razones políticas, por el contrario, jugaban en su contra en virtud de sus propios errores -como percibió el sentido común de la opinión pública- Entre tales errores -y sin temor a que se agote la lista tan interminablepueden citarse los siguientes. La anteposición de la lucha contra la inflación a la lucha contra el desempleo. La subida artificial de los tipos de interés elevadores del precio del dinero. La escasa incentivación de la inversión, formadora de capital y creadora de empleo. La permisividad ante el rentismo especulativo e improductivo de los mercados inmobiliario y financiero. Y, en fin, la aparente complicidad con un estado de cosas -el consumo ostentoso de las capas de nuevos profesionales urbanos súbitamente enriquecidos- que, sin terminar de caer en el escándalo de corrupción, casaban muy mal con la política de ajuste salarial dogmáticamente predicada desde el Gobierno.

Pero todo lo anterior no sería nada sin su amplificación, potenciada y alimentada por dos factores adicionales: la mala conciencia del partido gobernante -que se sabía culpable de leso progresismo, al tener que menospreciar sindicalistas para poder halagar empresarios- y su ausencia total de profesionalidad para lidiar -con diestra maestría torerala lógica resistencia opuesta por los sindicatos. Todo terapeuta sabe que la terapia consiste en torear -sortear y desviar, para desvirtuar e invertir en sentido propio- la resistencia opuesta por los pacientes: como en las llaves de yudo, pues más vale maña que fuerza. Pues bien, en lugar de eso, el Gobierno, lejos de saber dar salida a la resistencia de los sindicatos, trató de enfrentarse a ella de poder a poder: de frente y por derecho. Con lo cual, claro está, en vez de atenuar o suavizar su resistencia, la encendió y alentó más todavía, realimentándola hasta que alcanzó su punto de ignición. Y, una vez anunciada la huelga general, el Gobierno, sin saber cambiar de tercio, entró al trapo y aceptó con suicida atolondramiento un combate cuerpo a cuerpo en el mismo terreno y con las mismas armas y reglas de juego que quiso imponerle su adversario. Así, el resultado estaba de antemano cantado.

Ahora el Gobierno debe pagar el precio de su derrota, aceptando las capitulaciones que quiera imponerle su vencedor. Pero hasta para claudicar hay que negociar: rendirse supone comprometerse a unas determinadas concesiones, en detrimento de otras posibles. Así, al Gobierno le queda margen todavía para elegir en qué cede y en qué no debe ceder. Mi modesta opinión es que el Gobierno puede entregar al poder sindical los "cinco conejos" que éste le pide: por onerosos que resulten, no amenazan poner en peligro la tasa de inversión y crecimiento. Pero que, sin embargo, nunca deberá entregar lo irrenunciable: que es la necesaria moderación salarial -comprometida por y desde los pactos de la Moncloa- que constituye la conditio sine qua non para que la creación de empleo se mantenga: es el futuro de las clases trabajadoras lo que se juega.

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