Ahora, la política
EL GESTO del Gobierno exigido por la huelga general del pasado día 14 se ha producido. Su presidente, Felipe González, ha hecho una declaración realista reconociendo el éxito político de la movilización, así corno "el duro golpe que ello supone" para el Ejecutivo, y a continuación ha tomado la iniciativa convocando a los agentes sociales a una nueva negociación. Es todo un síntoma de buena voluntad y, en una primera lectura al menos -pendiente de la evolución de los acontecimientos-, el reconocimiento de una lección aprendida: los socialistas han tenido una derrota en la calle y han resultado heridos.La respuesta de las centrales sindicales, al margen de la manifestación de ayer, previamente convocada, imponiendo como condición para la negociación la "previa e irrenunciable" aceptación por el Ejecutivo de una plataforma de cinco puntos, resulta desalentadora, desprendida del mensaje de fondo de la movilización del miércoles. A saber, que es preciso recomponer sobre nuevas bases, sin imposiciones unilaterales, el clima de negociación entre los agentes sociales. Si es cierto que cabe atribuir al Gobierno la responsabilidad principal en la ruptura del diálogo social a lo largo de los dos últimos años, ello no otorga a los sindicatos ninguna bula para encastillarse en posturas intransigentes con el argumento de que la sociedad española ya ha decidido. Tras la declaración de Felipe González, la pelota vuelve al campo sindical.
Tan absurdo es negar el éxito de la huelga general y de las manifestaciones multitudinarias como que los convocantes de las mismas las interpreten como la demostración palpable de que los protagonistas de las movilizaciones se identifican totalmente con las reivindicaciones planteadas por CC OO y UGT en su plataforma. La evidencia de que en la amplitud del paro han confluido razones de muy diverso signo -como confirmaba la encuesta publicada ayer en este periódico- debe moderar la euforia de unos dirigentes sindícales que en las últimas horas parecen haber sucumbido al mismo vértigo de triunfo y de falta de generosidad que ellos reprocharon durante años al Gobierno.
La exigencia de que la negociación se plantee de manera bilateral, excluyendo a los empresarios, constituye una manifestación de incoherencia. Si entre los puntos a discutir figura la puesta en marcha de un plan general de empleo, es absurdo pretender que los empleadores estén ausentes de la mesa. Con todo, sería deseable que un problema aparentemente deforma no se convierta en un obstáculo insalvable. El Gobierno debe hallar algún sistema para obviar la dificultad en una primera fase. Ejecutivo y sindicatos pueden iniciar sus conversaciones en el entendimiento de que entre los puntos a acordar figure la composición definitiva de las mesas de concertación, en algunas de las cuales será necesaria la presencia de los empresarios, pero para ello hay que arrancar el proceso de concertación exigido. Del mismo modo que sería conveniente que la voluntad de acuerdo se llevase también al terreno de las personas concretas que participen en las conversaciones. La presencia -por ambas partes- de sujetos menos doctrinarios y más abiertos a la transacción que algunos de los que hasta ahora actuaron en el diálogo de sordos resulta decisiva para un mejor resultado.
El Gobierno ha de responder necesariamente, en esta coyuntura de tensión y en la normalidad, a demandas más amplias y heterogéneas que las representadas por los sindicatos (o incluso por el conjunto de sus votantes), pero su orientación no podrá ser simplemente neutral ante peticiones contradictorias: en caso contrario sobrarían los partidos y las elecciones. El PSOE, como ha vuelto a ponerse de relieve estos días, ha renunciado de forma lamentable a un papel de intermediación para convertirse en la terminal del Gobierno en la sociedad. Tal amputación de su función no ha sido más costosa para el proyecto socialista porque algunos dirigentes regionales, como Leguina, Obiols o Damborenea, han mantenido, mal que bien, algunos débiles hilos con los representantes de la protesta sindical.
De ahí que una actitud receptiva al mensaje de fondo del 14 de diciembre implique también una modificación del carácter piramidal de la estructura actual del poder. Ya no es posible fiarlo todo a la habilidad o buena estrella de Felipe González, el San Jorge capaz de derrotar en el último minuto a todos los dragones. El reconocimiento de los éxitos indudables de su gestión en estos seis años no se contradice con su fracaso, también indiscutible, en la tarea de vertebración social sobre nuevos principios y renovados valores. Gobernar de otra manera significa también distribuir socialmente el poder y, para ello, estar más atento a las demandas políticas que se agitan bajo la superficie. Demandas específicamente políticas, como las relacionadas con los comportamientos de los gobernantes, en sentido amplio, y con su actitud hacia los disidentes, en sentido amplio también. Por ejemplo, es posible que la petición sindical de cese de algún ministro económico resulte -a la vista de los resultados de la política económica por él dirigida- desproporcionada. Pero, por lo mismo, no hubiera debido llegarse al extremo de agraviar a Nicolás Redondo con el otorgamiento de carteras ministeriales a los sindicalistas más opuestos a la línea por este último simbolizada. Y esto también es política.
Lo peor que puede ocurrir ahora es que las centrales, tras el éxito de la huelga y de las manifestaciones, pierdan el sentido de la realidad pretendiendo convertirse en los árbitros de la vida política nacional. Ahora tienen la fuerza suficiente para bloquear iniciativas del Gobierno como la relacionada con el empleo juvenil. Pero esta fortaleza no debería llevarlos a asumir un poder político que paralice sistemáticamente la acción del Gobierno, sino a intentar influir en un sentido reformista, redistributivo y progresista en la política socieconómica del Ejecutivo.
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