La cultura morosa
Les juro que no voy a citar a Borges. Maldición, ya lo he citado. Pero lo que yo quería exponer aquí es que los plásticos lo tienen mejor. Más de uno me conozco yo que, ahíto de los cauces convencionales de exposición, bienal, Arteder, Arco y clientelas más bien inmobiliarias, por no llamarlas diseñantes, ha recurrido al libre cambio propugnado por aquellos viejos fisiócratas y demás comanches, y hoy trueca paisajes y bodegones por moda joven, desnudos matéricos por alfombras de nudo y estructuras parageométricas decurrentes por zapatos para los niños o radiocasetes estéreo. El arte es lo que tiene, que sus quehaceres se ofrecen al vulgo bajo una apariencia mucho más objetual y vitamínica. Ahora bien, vete tú con un kilo de cuartillas debidamente entintadas a dos espacios y trata de descambiarlas -viejo, grato, reivindicable neologismo madrileño- por un jamón o dos pares de bambas de las de breakdance. A la narrativa o al reportaje les falta la huella directa, el marchamo, la condición unívoca. Y los manuscritos sólo s e cotizan en Sotheby's -mucho más caros si conservan la circunferencia de una mancha de café- cuando nos desahucian del nicho al osario, y entonces las páginas como ésta se empapan en necrología retrospectiva y en fetichismo de coleccionista.Simas siempre sórdidas aquellas donde anida la caligrafía presuntamente profesional. La voz del pueblo, sibila infalible, asegura perspicaz que sólo viven de la pluma los autores que salen mucho en televisión. Con pluma o sin ella. Pero para las masas audiovisuales toda la cohorte oscura que se empeña en tareas azarosas luego derivadas en libro o en artículo no constituye sino la pústula latente de las muchas neuropatías que aquejan a una sociedad por una cara narcisa y por la otra cronométrica. Que exige que exista un horario laboral, lectivo, del ocio. Los rojeras selectos se autodesignan como currelas de la cultura. Es decir, el ocio para el que lo trabaja. Se trata, claro, de una sugestión piadosa. La plebe televifrénica jamás les va a secundar en sus manifas. En pleno auge de la papiroflexia indumentaria, el concepto de creatividad persiste enquistado en una sociedad que no pide artistas, sino estrellas. Pues mire usted, primero que estudie medicina y leyes, y luego que haga lo que quiera: periodista, bailarín, torero o modelo fotográfico. Pero con el diploma de. Informática Cobol por delante.
Pero el populacho no nos preocupa demasiado. Nadie va a canalizar jámas la energía pelágica de las minorías silenciosas que se compran un libro, una butaca de platea o una revista. Nos inquieta, ése sí, el subsector plebeyo que toma las riendas de la industria editorial, del contrabando de ideas y la compraventa de fantasías. Lo que les resta de mentalidad colectiva lo usan en la marginación del autor por la vía paradójica de su sacralización. Nos pagan en egodólares. Y lo malo es que nosotros aceptamos esas divisas de monopol pensando en la zanahoria de plástico del prestigio. Pero si usted ya es importante, te dicen, se ponen, para qué quiere una nevera nueva. A mí siempre me ha intrigado esa querencia de los periódicos y sus redactores de catalogarte en las reseñas y los pies biográficos de los artículos de opinión, cuando no en las entradillas de las entrevistas, siempre, como escritor. Aunque seas periodista. Como temiendo que te metan un día en nómina. La argucia es que así sales más favorecido, o sea, que suena más sublime. Pero los tiempos de Tom Wolfe, en los que la obsesión americana era la novela, oh, la novela, y los reporteros conformaban la hez de lo gramático -estereotipo favorecido por el cine-, hace ya 15 años que pasaron a la historia. Te hacen, pues, de más para hacerte de menos. Nadie puede concebir los insuperables cabreos que se agarra la patronal del numen cuando les recuerdas el valor pactado del mismo. Ni lo que se tarda en cobrar una colaboración. Luego se nos acaricia con ejemplos venenosos, no por tácitos menos obvios. Larra, Dostoievski, Balzac. Los libreros los exprimían. Jamás sale a colación la zona próspera de esta actividad. La literatura viene siempre narrada desde el agobio, no desde las plácidas y afelpadas atmósferas diplomáticas donde Ega de Queiroz o Neville urdieron sus novelones y películas. Con lo cual el literato sigue mayormente sin tipificar. Y las situaciones de violencia convivencial perseveran.
Rúbrica de gerente
Al ímpetu rara vez gratificante de corcusir palabras y dotarlas de ritmo uno ha de agregar la acometividad exigida por la lucha cotidiana con y contra la cultura morosa, personificada siempre en un gerente que no rubrica. (Lo tengo tatuado en la memoria límbica, yo y tantos otros plumillas, cuando quienes hicimos La Codorniz nos acercábamos pálidos, tremantes, crispados, como quien acaba de colocar su resto a un pleno de ruleta, a la delegación de La Vanguardia en Madrid para intentar cobrar los recibos devengados, e invariablemente las pelas estaban allí, pero faltaba la firma ritual del gerente, Pombo, y nos íbamos de vacío, mentecatos, a casa, a parir la próxima plusvalía; estos episodios siguen vigentes, digo, insisto, en un régimen con la boca demasiado llena de derechos humanos y derechos de autor; y con la boca llena no se habla.)
Como estas líneas puede que le estén sentando mal -sí, lo sé, me habéis pagado: pero os faltaba la puntualidad y la sonrisa- a más de un empresario con los balances limpios, me apresuraré a ratificarme en lo escrito mientras la literatura comporte el agotamiento binario de, por un lado, escribir, y por el otro, pillar la pasta. Sépase, para mayor perplejidad, que acabo de abonar el IVA correspondiente al trimestre pasado con una sonrisa abyecta en los labios. No comulgo con la oposición generalizada de los sindicatos del tintero contra esta contribución europea. Me decidí concretamente a apuntarme el día en que alguien dejó caer en este diario a raíz de su implantación en el Estado español que no se imaginaba (memorizo) a Fernando Savater o Julio Caro llevando un libro de contabilidad. Nadie se ha parado a pensar que incluimos en el polémico mecanismo tributario equivale a la convalidación de un título de fontanero, por ejemplo. Y a ésos siempre se les termina pagando.
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