Una cuestión de estilo
Mirada con los ojos de los de arriba, lo extraordinario de la historia es su inocencia. Ha podido cometer un error, pero en ningún caso una inmoralidad. La anécdota es tan trivial y le podría pasar a cualquiera que se mueve en estos círculos, que hasta levanta conmiseración. Las explicaciones contempladas remiten a los entramados del poder y tienen que ver con su lógica: pobrecita, cayó en la trampa que le tendieron sus enemigos. ¡Cómo se puede ser tan candorosa a la hora de exponer las cuentas! En el fondo habría sido víctima de su obsesión por la transparencia, trasunto de una honradez acrisolada. Prueba de que pensaba que nada indecoroso había en su comportamiento es que ella misma lo reveló a los periodistas y lo ratificó en el Congreso.En cambio, el ciudadano de a pie, que del Estado no conoce más que la cola que' hay que hacer para acercarse a sus dependencias, no le cabe la menor duda que detraer fondos públicos para uso privado y cargar el ajuar personal al erario, esté o no autorizado, es una forma elemental de corrupción. Desde la óptica del poder, la historia refleja un error de asignación contable que se instrumentaliza políticamente; desde el punto de vista del hombre de la calle, un caso más de corrupción, la punta insignificante de un inmenso iceberg. Acorde con la divisa nacional de piensa mal y acertarás, la gente da por sentado que los asuntos gordos, al atacar la línea de flotación del sistema, no salen nunca a la superficie, mientras que las minucias adquieren una publicidad desmesurada, ya que confirman que en un régimen de libertades la corrupción antes o después termina siendo de dominio público.
Dinero público
Son muchos los aspectos que se entrecruzan en esta historia, pero uno me fascina: en ningún momento ha sospechado que podría no ser correcto comprarse unos trapos con dinero público. Lo que para los muchos resulta obvio, los encumbrados ni siquiera llegan a percibirlo. Queda patente el abismo que separa la sensibilidad moral de unos y otros. Diferencia que en este caso no resulta del pluralismo que caracteriza a la moderna sociedad industrial, sino que subraya la pervivencia de distintas percepciones de la moral según la clase y el grupo social a que se pertenece. Por mucho que apelemos a las mismas normas, mientras haya unos que mandan y otros que obedecen, unos arriba y otros abajo, distintos también serán los modos de percibirlas y de aplicarlas.
Quede bien claro que trato tan sólo de comprender cómo una persona de inteligencia y sensibilidad que superan la media, elevada a la cúspide del poder, haya podido perder la percepción de lo que parece evidente a cualquier ciudadano normal. Cuestión que se presta pintiparada para engarzar algunas reflexiones sobre el estilo de los socialistas en el poder.
Exceptuando a la izquierda, con sobradas razones para sentirse frustrada ante la rapidez con que los socialistas han dado por bueno el orden establecido, la política realizada cuenta con un amplio apoyo, sobre todo en aquellos sectores económicos y sociales que articulan a la sociedad; aun así, se comprueba un malestar generalizado que chirría de mil formas, incluso entre los más entusiastas, por lo que podríamos llamar el estilo de gobernar. De personas con una juventud revolucionaria cabía esperar al menos una forma más abierta y democrática de relacionarse con la sociedad. Apelando de continuo a la mayoría de los votos, los socialistas en el Gobierno se han cerrado al diálogo con los de abajo y han convertido en ilusoria la transparencia que predicaron en el pasado. En seis años de gobierno socialista, el Estado no se ha acercado un milímetro a la sociedad, pero los españoles hemos aprendido la amplia gama de significaciones de lo que Rousseau llamó la "tiranía de la mayoría".
Para sorpresa de tirios y troyanos, resurge cada día con mayor vigor el viejo espíritu autoritario que caracteriza lo que podría llamarse "el sentido reverencial del Estado". El estilo dernocrático tiende a igualar a todos los ciudadanos, reduciendo al mínimo las diferencias con los que mandan; el autoritario, en cambio, propende a exagerar el boato público, acotando un territorio propio para el poder, inaccesible al resto de la población. Dos principios fundamentan semejante idolatría del Estado: el primero antepone el Estado a la sociedad, y, en consecuencia, los intereses del Estado a los de la sociedad, y los de ésta a los del individuo, cuando el buen sentido democrático pide el orden inverso; el segundo, llamado "principio de autoridad", dictamina que no hay que dar nunca el brazo a torcer cuando se trata con los débiles, así como conviene ser comprensivo y hasta complaciente con los poderes que de manera natural engendra la sociedad.
Liturgia exigente
Los demócratas de antaño no salen de su asombro al escuchar el tono engolado que en las altas esferas se emplea al hablar de las cuestiones sagradas que conciernen al Estado, desde su seguridad, máximo valor concebible, hasta el último detalle del protocolo. El culto al Estado ha desarrollado una liturgia tan exigente que uno comprende la imperiosa necesidad de adquirir ropas y aderezos que sin los altos deberes que conlleva representar a un organismo público a nadie se le hubiera pasado por el caletre comprar. Recordar que en buen estilo democrático a ningún político se le juzga por el atuendo, sino por lo que haga, significa desconocer que el "sentido reverencial del Estado" ha llegado a determinar la conducta de los altos cargos.
Al ciudadano alejado de las responsabilidades de gobierno se le hace cuesta arriba admitir que un país está tanto mejor gobernado cuanto mayor sea el dispendio en la representación de sus instituciones -en este punto, los Gobiernos regionales, mucho más necesitados de gloria, compiten con éxito con el de la nación-, pero una vez que se les explica las razones, y ahora que somos miembros plenos de clubes tan selectos como la OTAN y la CE, tomando ejemplo de las democracias más consolidadas de Europa, ¿habrá acaso alguien tan taimado o torpe que esté dispuesto a tolerar que nuestros altos cargos desprestigien a España por la sencillez y sobriedad de que darían muestra de seguir su gusto y natural inclinación?
Es mucho más diricil y exige una argumentación más sutil, además de amplios conocimíentos sobre las tendencias profundas de la sociedad, así como de las cada vez más complejas relaciones de ésta con el Estado, convencerse de que todos los gastos que origina el encomioso afán de dejar al Estado en el alto lugar que le corresponde, incluido el atavío de los grandes personajes, deben correr a cuenta del erario. Como primera aproximación, permitáseme dos observaciones.
Un ministro, por desgracia ya cesado, dio en el clavo al subrayar que los altos cargos son un bien público, cuyo bienestar y seguridad es responsabilidad del Estado. Según el cargo que se ocupe en la jerarquía, así la vivienda, escolta, servicios, que el Estado pone a su disposición. En la cúspide ya no cabe diferenciar entre lo privado y lo público. Los sociólogos de Jávea deberían confeccionar unas tablas de la población española en las que se consigne qué tanto por ciento de los gastos privados corren a cuenta del Estado, desde los privilegiados que lo consiguen en su totalidad hasta esa inmensa mayoría que apenas, o en nada, se beneficia del gasto público, haciendo los correspondientes pronósticos de cómo evolucionará esta escala después del año 2000. Puede discutirse, y es una cuestión jurídica de interpretación de las normas, si una determinada persona tiene derecho a que el Estado le pague la ropa o un viaje, pero sólo a un anarquista recalcitrante podría pasársele por la cabeza poner en tela de juicio un gasto privado que se transforma en público según se asciende en la jerarquía del Estado.
La envidia del político
El modo de percibirse mutuamente los altos cargos del Estado y los que ocupan las altas posiciones en la sociedad explica no poco de las complejas relaciones del Estado con la sociedad. El culto al Estado, con su correspondiente afán de preeminencia, pone de manifiesto que a quien envidia en el fondo el político es al ciudadano rico y poderoso que maneja su poder desde la sombra, sin interventores, presupuestos ni tener que pasar la dura prueba de las urnas. Ocurre que los ricos, por razones fiscales obvias, mantienen sus ingresos en los mínimos posibles, cargando viviendas, coches, servicios, escoltas, viajes y vestuario a cuenta de las empresas de los que ellos también no son más que modestos representantes. El que no haya contabilizado nunca como gasto de la empresa un viaje de vacaciones, una comida entre amigos o una joya regalada a la amante, que tire la primera piedra. No parece decoroso que la sociedad se indigne de que los políticos pretendan compartir el mismo nivel de vida y adquirir la misma seguridad y permanencia en el disfrute de los privilegios. Resulta insoportable que una directora general no pueda cargar su vestuario al Ente como lo hace cualquier presentador de un programa, como si la política fuera menos espectáculo o tuviera menos poder. La gente en la calle no tiene idea de las angustias que pasa el presidente para que no se le vayan los sufridos altos cargos, que ganarían mucho más en puestos más. seguros en el sector privado.Entre el dorado del más rastrero de los servilismos y las tenazas del censor que no tolera la menor crítica, el alto cargo queda convertido en galeote, sin otro destino que remar indefinidamente en una guerra que, si le proporciona pingües ganancias y no pocos privilegios, es al precio de haber aceptado una servidumbre perpetua. ¿Cuántas ropas no habrá que poder comprarse para aguantar tamaña esclavitud?
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