Derechos y reveses del escritor contemporanéo
La autora de este artículo toma postura en el eterno debate entre literatura y poder. Bajo la impresión superficial de que los escritores han dejado de comprometerse hace años, se oculta un nuevo e indomable sentido del escribir contemporáneo. La literatura será siempre un acto solitario, y el escritor, un exiliado.
Por más que se hable de la necesidad de comunicación de los escritores, la literatura comienza siendo un acto solitario. Un buen día alguien se sitúa bajo la sombra que la vida real proyecta y decide mirar el mundo desde otro lado sin más apoyo que su cosecha de palabras. A partir de este hecho, lo que ese ser relate, su sistema de signos, el ars combinatoria y la propuesta que encierre para con los otros se ha de gestar en el reverso de la historia y en la más absoluta oscuridad. Quizá por ello se ha escrito tantas veces que la literatura es la forma más adecuada de expresar los exilios. El escritor padece la realidad como sistema de poder mientras observa, en ocasiones, que su punto de vista no está representado en los discursos que dominan, intentando corregirlos, o afrontarlos con las únicas armas que su mesa de trucos. suele proporcionarle.Es en el circuito de su memoria de exiliado donde se crean los mecanismos textuales, se teje la propuesta, el combate y la simulación, se mueven las hipótesis. se establece el compromiso con las palabras y se corre todo tipo de riesgos con la única finalidad de reparar lo real hasta el punto de poner en peligro su libertad cuando es objeto de persecuciones, silencios y censuras.
Durante años atrás las relaciones de los escritores occidentales con el poder eran de abierta resistencia rechazo o recíproco galanteo. Se señalaba a su isla de desterrado como el revés histórico, y el porcentaje de respeto y lucidez reivindicado para él por quienes lo temían o se sentían legitimados por su pluma era proporcional a su ya clásico perfil de paniaguado o de víctima.
Tontos del lápiz
En el presente, el ejercicio de esta práctica ha dejado anticuada la denominación de escritores malditos o integrados, hasta tal punto que contendientes de pasadas guerras suelen estar de acuerdo frente a la exasperante homogeneidad del contexto, contra la cual éstos levantan su palabra. Dan la impresión superficial de haber dejado de comprometerse hace ya muchos años, falsa impresión bajo la cual se alberga un nuevo e indomable sentido del escribir contemporáneo. La pasión de estos escritores se sitúa hoy frente a la uniformidad del magma social que les reprocha una conducta testimonial conectada con el irrenunciable ejercicio de una elegida y crítica rebeldía. El pulso del escritor de ley -y no incluyo dentro de este concepto a quien rellena páginas con variopintos e instrumentales fines- se establece con la sociedad competitiva y frígida que le ha tocado en suerte y se produce con la misma violencia que en tiempos de fascismos y dictaduras. Lo que ocurre es que, antes, su visión de un futuro inevitable y redentor dibujaba un sacrosanto arco esperanzador alrededor de su figura, con la incondicional agrupación jen su torno de los desheredados de algún bien, y hoy cada una de sus palabras -aun las inofensivas y festivas- con sólo ser denuncian la estrechez del mundo de sus contemporáneos, la subjetividad domesticada de los vecinos, la negación de la utopía en aquellos que le acompañaron hasta la mitad del viaje. El escritor verdaderamente comprometido con su voz nunca será domesticado; al contrario, tendrá más capacidad para nombrar cuanto más fuerte sea la oposición a su palabra. Aquellos que en otro tiempo detectaron la calidad de la protesta en muchos autores podrán calcular, a la vista del despliegue moral de ciertas experiencias literarias, hasta qué punto la escritura vuelve a mirarse en su función.
Los escritores actuales tienen la posibilidad de descubrir las preguntas pendientes, preguntas que (exceptuando sus lectores, que suelen ser, en alguna medida, sus iguales) no demasiados testigos estarían dispuestos a responder. Por eso le siguen llamando en ciertas antesalas de la vida doméstica y política, con la impotencia y agresividad que encierran algunos de nuestros dichos tradicionales, los tontos del lápiz. Lo que pasa es que este lápiz que la literatura hoy mueve entre las puertas de dos siglos tiene punta para bastante rato. Y es que los escritores son, además de excepcionales jugadores, profetas que anticipan, desde el revés de la brillante historia, un mundo más ancho y habitable.
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