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Tribuna:SOBRE EL PÉNDULO DE FOUCAULT, DE UMBERTO ECO
Tribuna
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La novela 'hablada'

Ahí tenemos al monstruo abriendo las fauces de sus 509 páginas -10 partes, 120 capítulos para acoger a las vanguardias de lectores del mundo entero. Es la segunda novela de Umberto Eco, El péndulo de Foucault, aparecida en Italia el lunes 3 de octubre, en Bompiani, presentada en la Feria de Francfort, vendida ya a 24 países y a punto de agotar la primera edición de 250.000 ejemplares, mientras empieza a difundirse la reimpresión de 200.000.El personaje narrador de la novela se llama Casaubon. De treinta y tantos años, trabaja en una editorial de Milán, la Garamond, y a mediados de los sesenta se doctoró con una tesis sobre los templarlos. En un bar, el Pílades, donde se reúne la intelectualidad (o la supuesta intelectualidad) milanesa, Casaubon conoce en 1972 a Jacopo Belbo, un cuarentón neurótico , desencantado, guasón y melancólico, de lunático humor, y se lo lleva a la editorial, confiándole una asesoría cultural. Años después, sobre la base de intereses comunes y circunstancias fortuitas, nace en broma la idea de inventar un plan, un falso compló universal que desde la Edad Media de los templarios llegaría hasta nuestros días. El objetivo del compló es el dominio del mundo, mediante el control de las corrientes telúricas. Hay un lugar del planeta Tierra desde donde se pueden gobernar esas corrientes, y tal es el secreto que es preciso desvelar y que, a causa de una serie de sucesos, los templarios no han podido transmitir.

A Belbo y Casaubon se añade Diotallevi, otro redactor de la Garamond, un fanático de la Cábala y la Torah (el libro de la ley hebraica)... La escena de la invención se puebla de personajes, empezando justamente por los templarios, a quienes el fantasioso trío de drogados del misterio se imagina pasando a la clandestinidad después de que Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, decretara su supresión.

Es realmente impresionante la forma en que Casaubon, brazo ejecutivo de Belbo, anda a la caza de indicios, formula hipótesis, establece conexiones razonadas entre fechas, acontecimientos históricos y mínimos hechos de la vida cotidiana, fichando inflexible el menor rastro, nietecillo inteligente de los flaubertianos Bouvard y Pécuchet, a quien Eco presta, autobiográficamente, sus propias habilidades de investigador lógico-filosófico.

Historia y presente

Con la escena de la invención histórica, se alinea la escena de la invención en el presente, y aparecen entonces personajes como Agllé, especialista en historia de las religiones, reencarnación -dicen- del dieciochesco conde de Saint Germain, inmortal, según la leyenda; un fascista de Saló, ex miembro de la Legión Extranjera, el coronel Ardenti, quien ha descubierto un documento que, una vez descifrado, podría revelar el secreto de los templarios y pretende escribir un libro para llamar la atención de los que saben; el comendador Bramantí y el taxidermista SaIon, componentes de una galaxia de diabólicos que se da cita para celebrar ritos satánicos y mantiene contactos con Aglié; el comisario De Angelis, quien se ha olido la turbia atmósfera que rodea el juego de los tres redactores y primero se interesa por el asunto, para escabullirse luego, asustado por unos atentados contra su familia después de la desaparición del coronel Ardenti, que él debía investigar; el astuto señor Garamond, de la editorial homónima, enredado en las intrigas de Aglié. Por último, aunque la lista no termina aquí, un trío de mujeres: Amparo la brasileña, unida desde hace algún tiempo a Casaubon; Lía, el personaje más plásticamente concreto de la novela (Casaubon tiene un hijo con ella, Giulio), que devuelve a sus justas proporciones todo el asunto del plan cuando ya es demasiado tarde y Casaubon se ha implicado sin remedio, y la fatua y alocada allumeuse Lorenza Pellegrini, que hace sufrir las penas del infierno a Belbo, perdidamente enamorado de ella.

El juego del compló tiene un giro imprevisto: la estrategia de la araña fagocita a los contendientes, oponiéndolos en un ridículo duelo a distancia que se precipita luego en un sangriento cuerpo a cuerpo. Para vengarse de Aglié, que coquetea con Lorenza y se ha metido en la Garamond aprovechándose de las debilidades de los tres amigos, Belbo le hace creer que el depositario del secreto de los templarios es él. Su intención era gastarle una broma, pero Agli¿ le deja paralizado con un siniestro recurso; luego le chantajea y le fuerza a ir a París, donde sus diabólicos cómplices lo secuestran. A Belbo casi no le ha dado tiempo de avisar a Casaubon, el cual se entera de más detalles por el ordenador de Belbo, ansiosamente consultado después de que Belbo hubiera volcado en él sus temores. Y entonces Casaubon corre a París con la pretensión de salvar a su amigo. Escondido en una sala del Conservatoire des Arts et Métiers, dentro de una maqueta que reproduce la estatua de la Libertad, el aterrado Casaubon asiste a la inquisición de Belbo por parte de un tribunal del que forman parte Agliè, Bramanti y otras figuras ya encontradas en el libro.

Belbo podría salvarse revelando que se trata sólo de un juego, de una invención, pero no le creerían. Elige, pues, la vía del sacrificio y el martirio. Perdiéndose ha vencido, y esta muerte es la obra maestra de su vida: "Al construir el plan, en realidad había creado". El miedo le obligaba a ser valiente. Al inventar, había creado el principio de realidad". Había dicho: "A menudo para probar algo hay que morir".

Y muere, en efecto, ahorcado del péndulo de Foticault, "el único lugar estable del cosmos", un instrumento científico que en cierto modo forma parte del compló.

Casaubon, por ahora único superviviente del trío, deja París tras una inspección ocular del observatorio a la mañana siguiente. Todo está en orden. Trastornado, Casaubon acude a un psicoanalista, le cuenta su aventura, y éste, al final de una sesión en la que Eco se dedica a parodiar los métodos de Lacan, le dice que está loco. Ahora, para Casaubon, París quema, sobre él se ciernen lugares y símbolos del poder templario, antiguo y nuevo -Conservatorio, Torre Eiffely son demasiados los rastros que ha ido dejando. Regresa a Italia y se refugia en la vieja casa de campo de Belbo, en las colinas del Monferrato, a la espera de que la secta asesina vaya en su busca. Resignado de forma fatalista a lo peor, pronuncia las últimas palabras de la novela, un acto de fe estético: "Pues entonces da igual estar aquí, esperar y mirar la colina. ¡Es tan hermosa!". Por lo demás, ya había dicho de sí: "Era un esteta que usa la carne y la sangre del mundo para convertirlas en belleza".

En esta novela Eco ha encerrado todo un universo histórico y mental que se ramifica en mil direcciones y se desarrolla en múltiples planos generadores de historias. Monstrum de la escritura polifónica, trampa alucinatoría cargada de seducciones fruto del rumiar de las ideas, la novela alarga sus tentáculos como un gran pulpo desde la aireada naturaleza de la campiña del Piamonte a las alcantarillas de París, desde el siglo II después de Cristo a la Italia de la posguerra, del 68 y del terrorismo, desde Brasil del kitsch mágico-turístico a los hábitos de la industria cultural milanesa. La cabeza del monstruo, del gran pulpo, es el trío Belbo-Casaubon-Diotallevi, una especie de metáfora irónica de la Santísima Trinidad de donde parten los impulsos nerviosos y las "voluntades fabuladoras" que animan la novela. Uno de los tentáculos es el ordenador de Belbo, al que llama Abulafia. Belbo le confla los recuerdos, sueños e impotencias de un intelectual negado para la creatividad y condenado a verse derrotado también en el terreno del amor. Otro tentáculo se introduce por los meandros de la historia para activar con sus ventosas prensiles ciertas coincidencias temporales, astrológicas, climáticas, literarias, históricas y doctrinales.

Maraña de relaciones

De conexión en conexión, y alargando en espiral otros tentáculos, el trío mete en la elaboración del plan a jesuitas, caballeros teutónicos, masones, rosacruces, nazis, sabios de Sión y una summa de saberes, desde los más auténticos hasta los más fulleros. Toda jerarquía de valores culturales se ve anulada por la perversa maraña de relaciones precisa para construir el puzzle milenario. "Yo me acostumbraba", cuenta Casaubon, "Diotallevi se corrompía, Belbo se convertía. Pero todos estábamos perdiendo lentamente esa luz intelectual que nos permite siempre distinguir lo parecido de lo idéntico, la metáfora de las cosas". Por eso Elpéndulo de Foucault es también la historia de una crisis de valores que lo nivela todo; de una confusión radical en la que las conciencias colectivas se embotan; es el diagrama no positivo de un itinerario a través de la destrucción de la razón (como reza un célebre título luckasiano ... ), un gigantesco psicoanálisis de la historia que interroga encarnizadamente a un aspecto relevante de la actual civilización occidental: el repliegue hacia lo irracional y las ilusiones de la racionalidad.

Pantagruélico banquete de pitanzas ocultistas y esotéricas, la summa, de los saberes está recorrida por preocupaciones cívicas, ternura, espíritu goliárdico, sentimentalísmo, agudezas, boutades lingüísticas, frenesí cognoscitivo, ironías, pero también por una tensión que me atrevo a calificar de religiosa en un libro tan declaradamente laico, y no porque la palabra Dios aparezca con frecuencia, y hasta como prefijo de un apellido (Dio-tallevi).

La tensión religiosa, se expresa en el afán casi metafísico con que el protagonista triple -con más de un rasgo de la personalidad de Eco- pretende llegar al meollo indiscutible de la verdad, más allá de lo real, más allá de las apariencias mundanas. Tensión hacia lo absoluto implícita también en la idea de que el conocimiento brota de un código combinatorio, y de que basta con servirse de las combinaciones correctas para llegar, a través de cadenas de asociaciones, a desvelar el secreto de los templarios (aunque sea en broma) o, paradpjicamente, a probar la existencia de Dios.

Las investigaciones del trío se nutren de una inmensa erudición que en algunos capítulos, pese a ser funcional para el procedimiento novelesco , puede cansar el lector no entrenado. Pero en esta novela, más que en El nombre de la rosa, Eco se revela como un fabulador nato, entrelazando inmejorablemente la historia y las historias bajo el signo de una desenfrenada oralidad. Se habla continuamente en El péndulo de Foucault; un personaje no suelta durante un buen rato las riendas del discurso, en el que apenas se intercalan las intervenciones de algún otro. La actualización de la más clásica disputatio medieval alterna con diálogos rápidos sumamente coloquiales, réplicas de unos a otros conforme a los estigmas del propio carácter y las propias circunstancias.

La escritura, a veces apresurada, no ahorra homenajes a su majestad la Cháchara, mimando y parodiando jergas, tics lingüísticos, parlamentos de charlatán de feria, comienzos de novelas famosas, tablas de ordenador. Eco ha trazado el retrato robot intelectual de su generación, y no sólo en el estilo, de difusa orafidad, sino también en las ideas, las conductas y las condiciones históricas, políticas y sociales en las que los personajes se encuentran. Muchos podrán reconocerse en este autorretrato colectivo.

Novela de época, pesadilla y nube purpúrea que flota sobre nuestras cabezas (a veces con al gún efecto especial de más: ¿un guiño a Stephen King, a Steven Spielberg?), El péndulo de Foucault pone en pie una terapia drástica: arrasa de raíz ambiciosos sueños de totalidad existencial. En términos estrictamente literarios, que cabría adscribir a la sensibilidad posmoderna, el ensamble entre presente y pasado, el uso distanciador de tradiciones literarias consagradas (como el folletón, la novela negra, el viaje iniciático, el Bildungsroman, la novela de memorias, el conte philosophique), dejan que la realidad se difumine a veces en una locura de tonos shakespearianos.

En el talento visionario de Eco, justamente reacio a lanzarse a difundir mensajes y consciente de que el lector debe cumplir su papel , se trasluce, sin embargo, una convicción, y es la de que también las palabras hacen la historia. Si es cierto que el plan es una invención de tres intelectuales inspirados por los númenes del juego, también lo es que alguien se lo toma en serio y que, por tanto, la sospecha puramente lúdica se ha transformado en trágica realidad por culpa de un grupo de imbéciles que la creyeron auténtica (léanse al respecto las páginas donde Belbo despliega sus reflexiones sobre los diversos tipos de imbecilidad y de estupidez).

'Escritura y palabra'

Las palabras, pues, hacen la historia, y no se trata de una pretensión nominalista: Eco, semiofilósofo experto en mecanismos de mass media, en acrobacias dialécticas, intérprete sofisticado de códigos de lo más abstruso, no ignora cuán esencial ha sido la palabra delirante en la suerte de regímenes como el fascista y el nazi. Novela de la palabra que se hace historia.

"Dios ha creado al mundo hablando, y nosotros", dice Diotallevi al morir, "hemos pecado contra la palabra": novela de la escritura como fundación de mundos posibles, que reescribe el mundo (en homenaje al dios Hermes) hasta provocar desastrosas consecuencias, El péndulo de Foucault transmite al menos una lección: es la denuncia de cualquier delirio, de cualquier terrorismo teórico y práctico, de cualquier totalitarismo político o intelectual, tenga sus raíces en los sórdidos pasillos de la historia, o en sus plantas nobles, de cualquier presunción progresista, de cualquier ficción que se haga pasar por verdad, de cualquier verdad que se enmascare de ficción.

No ha de engañamos, pues, la pietas de Eco con Belbo, Casaubon y Diotallevi; hay, es cierto, una participación cordial en sus aventuras, pero el hecho de que el trío termine mal aclara perfectamente las intenciones del autor. El péndulo de Foucault no es la glorificación del abismo recitada por un cínico, por un escéptico, por un adorador de la nada, por un voyeur de irracionalismos, por un qualunquista reaccionario; es, en cambio, en forma de novela experimental empapada -Insisto- de sensibilidad posmoderna, la pedagogía de una regeneración, de un renacimiento sin falsos optimismos, al basarse, como lo está, en la muerte de un chivo expiatorio.

Enzo Golino es subdirector del semanario LEspresso y ensayista.

Traducción: Esther Benítez.

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