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La lluvia invencible

Juan Cruz

Sobre la reina de Inglaterra cayeron ayer en la universidad Complutense unas 4.000 palabras, que fueron como un diluvio académico al que la soberana británica respondió con la modestia que se le supone al verbo de los reyes: unas 300 palabras. El profesor Ángel Martín Municio le dio una lección histórica sobre el proceso de nuestra lengua, y el rector Villapalos le hizo saber que somos vecinos de cultura y de historia. Para ello, los dos juntaron un total de ocho folios, el equivalente de lo que un buen locutor de radio leería en media hora tan plomiza como la amenaza del diluvio. Aligeraron las cosas los atuendos de los restantes académicos, porque no siempre se puede ver en público al legendario López Rodó vestido de terciopelo rojo vino oyendo el inglés apaisado de la reina Isabel II. Así que con esas distracciones aquella lluvia universal cayó como la música latina del Gaudeamus igitur sobre los distraídos asistentes al homenaje.Fue una lluvia literaria, porque por aquel empedrado de conceptos desfilaron los nombres de Falstaff y del Quijote como si una vez hubieran corrido juntos por los prados de Gran Bretaña. Lo malo de tanto esfuerzo ímprobo es que la reina no sabe ni una palabra de español, y, como no disponía de traducción simultánea ni tenía papeles delante, dio la impresión de que todo lo que oyó le sonaba a música celestial. Quizá por eso miraba al público, con la cara adusta y asustada de quien necesita gafas, con el aire de esperar a que la casualidad la sacara de allí. Al final le pusieron la medalla y sonrió satisfecha, como si, en efecto, la hubieran sacado del aprieto.

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El recuerdo de Wellington

Momentos antes, en el Museo Municipal, pudo ver la broma con la que Goya trató las tragedias, y vio sobre todo un cuadro, en la colección que recopila la historia que liga al duque de Wellington con España, del mismo autor aragonés y que parece la adivinanza de lo que luego. sería la antes famosa movida madrileña: Alegoría de Madrid, donde la tragedia se hace fanfarria y la ciudad vociferante que ayer acompañó a Isabel II se muestra como el isidro que guiña un ojo a los poderosos y al destino.

Más solemne fue su presencia en El Escorial. No bajó a las tumbas de los reyes que tuvo España desde Carlos V, pero recorrió toda la riqueza cromática que mantienen allí los agustinos que cuidan la herencia de Juan de Herrera. Se mostró relajada y presente. Ella no ignora que mientras oraba en el coro de la basílica, Felipe II, aquel soberano que viajaba desde Madrid en una silla ahora desvencijada, recibió la noticia de que su Armada, la paradójica Invencible, había sido derrotada. La paz que reinó ayer en la excursión real por la creación de aquel viejo enemigo vencido fue un ejemplo de que la historia pasa por encima de los hombres, aunque sean reyes, como el diluvio.

Y a fe que llovió de duro en El Escorial. Al Rey se le notó la contrariedad en el rostro cuando comprobó que, como se dice aquí, caían chuzos de punta. Nadie pudo advertirle, esto es verdad, contrariedad alguna cuando caía el diluvio académico.

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