Galgos o podencos
HA SIDO necesaria la muerte de cerca de 40 caballos y que la enfermedad se extendiese a otros 150 para que los expertos del Ministerio de Agricultura confirmasen, dos semanas después de que se declarara el primer brote, lo que todo el mundo ya sabía: que se trata de una epidemia de peste equina del mismo tipo de la que el año pasado acabó con la vida de 300 equinos en la Comunidad de Madrid y regiones vecinas.La tenaz resistencia a llamar a las cosas por su nombre recuerda las pintorescas fintas filológicas que un preboste del antiguo régimen se sacaba de la manga para enmascarar ante la opinión pública una epidemia de cólera registrada a principios de los setenta. Antes de que aquella grave enfermedad fuera reconocida por su nombre fue calificada de simples trastornos intestinales; más tarde, de diarreas estivales, y cuando ya era imposible ocultar la verdad se recurrió al alambicado artificio de decir que se trataba de "una enfermedad de origen vírico producida por el Vibrium cholerare". Verde y con asas... Aun así, la palabra maldita quedó vedada, bajo amenazas más o menos explícitas, a los medios de información. Los ciudadanos, sin embargo, no dejaron de enfermarse -y de morir- por esas fruslerías semánticas.
Mientras que las autoridades del ministerio decidían si eran galgos o podencos, en los 15 días transcurridos desde la aparición de la enfermedad se pueden haber creado las condiciones para que el mal haya echado raíces y se haga más difícil su control. Los laboratorios de la Junta de Andalucía y un equipo de la universidad Complutense de Madrid ya habían dictaminado hace más de una semana la naturaleza de la epizootia y habían exigido la adopción de medidas inmediatas para evitar consecuencias irreparables, como puede ser la suspensión de las pruebas ecuestres de los próximos Juegos Olímpicos, en el caso, más que probable, de que las autoridades sanitarias internacionales decreten medidas de cuarentena que pueden prolongarse varios años.
Haciendo oídos sordos a lo que ya era un clamor, y en nombre de no se sabe qué cautelas científicas, las autoridades del ministerio impidieron la adopción de medidas rigurosas para evitar la extensión de la enfermedad por temor a unas repercusiones internacionales que, como consecuencia de la pasividad del ministerio, van a ser ahora más difíciles de eludir. Tal actitud provocó que se paralizara, hasta que se produjera la confirmación oficial, la aplicación de 7.500 vacunas que las autoridades andaluzas, mucho más diligentes en este caso, habían dispuesto para su inmediata utilización. Las medidas precautorias tomadas en el entretanto -estabulación y secuestro de los animales- parecían a todas luces insuficientes. Criadores sin demasiados escrúpulos han aprovechado, en efecto, este paréntesis para trasladar sus caballos fuera de España y evitar de esa manera medidas de aislamiento.
La postura adoptada por el Ministerio de Agricultura es tanto más inexplicable por cuanto, aunque la muerte del primer caballo se produjo el pasado 7 de octubre, los síntomas de la enfermedad comenzaron a advertirse en la finca de Sotogrande (Cádiz) -uno de los dos focos del mal, junto a la localidad malagueña de Casares- hace ya dos meses. Eso sin contar con la epidemia de peste que tuvo lugar en el centro de España hace solamente 13 meses. Entonces no se consideró conveniente extender la campaña de vacunaciones más allá de las provincias fronterizas a la zona infectada. Y la tardanza de las autoridades en reconocer el rebrote de la enfermedad puede tener mucho que ver con la imperdonable negligencia cometida entonces. Con tales antecedentes en su poder, sólo razones espurias que poco tienen que ver con la salud pública han podido motivar tan inexplicable comportamiento. Las consecuencias últimas de la epidemia -cuya sola existencia en un país que se dice desarrollado produce sonrojo- están todavía por venir. Pero el mal más importante ya está hecho.
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