El terror a la página en negro
Los escritores, buenos o malos, tienen terrores similares. Siempre se ha creído que el fundamental es el de la página en blanco. Y no. El primordial es el que se manifiesta ante la página en negro. El escritor autor de este artículo ha sufrido en su misma carne ese sentimiento, y desde esa perspectiva lo analiza.
De pronto usted se queda con la mirada perdida en algún lugar de la habitación. Una mancha de humedad, un mosquito que merodea atontado, un libro que sobresale en la biblioteca. El personaje acaba de decir un disparate. O bien el párrafo está mal construido y la situación es endeble. Hace un ruido feo, no transmite la idea que le daba vueltas en la cabeza.Entonces usted saca la hoja de la máquina y relee. Enseguida siente un nudo en la garganta y un retortijón en las tripas. Lo que está escribiendo le parece una basura. Siente que algo ha comenzado a pudrirse en alguna parte. ¿En el capítulo seis? ¿En el tres? ¿En el principio mismo? Sin embargo, el comienzo es bueno, tiene fuerza, es sugerente. Quizá sea demasiado efectista, eso sí. Ese adjetivo está de más. Después de Borges, los adjetivos se han vuelto inmanejables. En realidad, lo malo es la historia. Suena muy convencional. O la ausencia de una historia, que suena tan rebuscado. El texto no se sostiene porque los personajes se conducen como si no supieran de dónde vienen. Ellos le imponen su estilo y se burlan del suyo. Pero ¿cuál es el suyo?
A esta altura es claro que usted se ha metido en un problema. Lo que está escribiendo le parece horrible, sin remedio. Le da vergüenza mostrarlo y miedo releerlo. Piensa que volver a escribir esas páginas será inútil, pero le duele tener que tirarlas al incinerador. Tarde o temprano, un escritor -bueno o malo- se enfrenta al terror de la página en negro, llena de tachaduras y borrones, atiborrada de palabras que le parecen inservibles. Un día venció el miedo a la página en blanco y creyó que la apuesta estaba ganada. ¿Acaso no ha escrito ya otros libros que han hecho su camino? Es posible que tenga tres, cinco novelas detrás suyo. Dos volúmenes de cuentos, un ensayo, alguna poesía malograda. En fin, usted no es un primerizo. Sabe lo que es empezar y concluir un libro. Está seguro de que el próximo será el mejor, de modo que le está dedicando las mejores horas a su trabajo solitario, y de pronto, en medio de una página cualquiera, se queda en blanco. Atontado, como el mosquito que planea alrededor de la lámpara.
El personaje ha dicho (usted lo ha escrito) algo sin peso. La descripción que precede al diálogo, no agrega nada. Usted tacha, suprime, y todo sigue igual. ¿Cómo demonios hizo cuando escribía su novela anterior? Si es un obsesivo y lleva un diario, o un cuaderno de apuntes, lo hojea y busca, en vano, una respuesta. Si no, trata de recordar. Mira a su alrededor: el termo de café está a mano, hay whisky en el vaso, la flor no se ha marchitado y el gato duerme a la distancia exacta para proteger su texto.
Chandler
Entonces, ¿qué pasa? ¿Es posible que a esta altura de su vida usted haya perdido el don de la palabra? Recuerda de inmediato a Raymond Chandler. Ha leído en EL PAÍS la evocación, de Vázquez Montalbán para el centenario. Chandler siempre se quedaba empantanado, y eso que antes de empezar tenía el personaje, el escenario, la rutina. Era un cascarrabias que llenaba los tiempos en blanco dictando cartas maravillosas destinadas a gente a la que sus problemas le importaban un pito. Pero usted no recuerda a Chandler por eso, sino porque él escribió en alguna parte que también el talento se consume, igual que una vela. Un día se acaba, y listo. Se refería a Dashiel Hammett, y entonces a usted le viene un terror pálido, porque Dash se acabó joven, ya el hombre flaco lo escribió a los tirones, encerrado en la pieza de hotel que le había facilitado Nathanel West.
Sí, por supuesto que Hammett era un borracho, pero ¿y usted qué? ¿Acaso es un puritano de la macrobiótica que sale a correr por las mañanas y va a visitar a su editor en bicicleta? ¡Vamos! Usted se intoxica con tabaco, hipnóticos, aspirinas y alcohol, igual que su querido Scott Fitzgerald. Y que Rulfo.
Otro sobresalto. Juan Rulfo... Casi nada valen hoy las 300 páginas que escribió Rulfo. Y, sin embargo, después de Pedro Páramo, el mexicano se empantanó para siempre. Nunca se supo cuál era el tamaño de su miedo, pero un día se quedó mudo. Como si algo se le hubiera roto adentro. Al evocar a Rulfo usted teme que el silencio definitivo haya caído sobre su página a medio llenar. Cálmese. Trate de hallar algo que lo ayude a seguir adelante. Búsquese otro gato, una nueva mujer, un muchacho de bucles dorados, una medalla del Santo de los Últimos Días, cualquier cosa que dé suerte.
Usted ya ha pasado por una situación así. Acuérdese: hace un par de años estuvo varios meses dando vueltas, escribió un artículo como éste, leyó cuentos de Onetti, novelas de Simenon, poemas de Gelman, repasó Madame Bovary en busca de una señal, y al final fue una araña que se paseaba la pared la que lo sacó del apuro. Su personaje estaba solo y necesitaba esa araña. Entonces usted le cazaba bichos de luz para alimentarla, para que siguiera allí hasta que se terminara la novela. Una araña, de acuerdo, pero ¿cuál es ahora el equivalente de ese amuleto del que sólo quedó una mancha en el cielo raso? ¿El gato? Él está siempre allí. Es inconcebible un escritor sin gato, no hace falta leer a Dante o a Baudelaire para saberlo.
El programa
Está seco como una ristra de ajos, pensando en esa pequeña muerte suya que le es dado contemplar, cuando suena el teléfono. Es una ayudante de la cátedra de letras que le recuerda que todavía no ha respondido al cuestionario destinado a un cuaderno monográfico sobre la narrativa argentina actual. ¿Recuerda las preguntas? 1. ¿Cuál es el proyecto literario, el programa que puede reconocer un escritor en su obra, o bien, con qué proyecto, desde dónde escribe? 2. ¿Cuáles cree que son las relaciones de intertextualidad (y de intratextualidad) que funcionan en sus textos? 3. ¿Qué límites, expansiones, transformaciones, cree que hay en los textos que hoy llamamos novelas o cuentos? Usted promete una respuesta para el lunes. Tiene que dársela o corre el riesgo de que lo acusen de ser un escritor ingenuo, un imbécil que desconoce los mecanismos de la creación. En verdad se ha enterado hace poco, a la vuelta de los años ochenta, que debe tener un proyecto literario, que desde su escritura mantiene un diálogo con Borges, Arlt, Marechal y Cortázar. Se lo. ha comentado a Onetti, a Jo o Ubaldo Ribeiro, a García Márquez, y los ha impresiondo bastante. Se pregunta: ¿con quién dialoga Adolfo Bioy Casares, al que admira tanto y que no se empantana nunca? Tiene ganas de llamarlo para preguntárselo, para pedirle ayuda, pero teme interrumpirle una página llena de vida, de amores contrariados, de hombres dispersos y mujeres decididas. Antes, al escritor se le exigía un compromiso político; ahora le piden que enuncie un proyecto literario. Y entre tanto usted sigue alli, con la novela sin terminar. Si pudiera verse al espejo se daría pena. Tiene que comprarse un contestador telefónico, porque así no puede trabajar. Ahora el que llama es un viejo conocido que le pregunta cómo va la novela. "Bien", dice usted, lacónico, y cambia de tema. El tipo que le habla también es escritor, pero a él le sale siempre. Llueva o truene, de mañana o de noche, le sale. Usted lo detesta y piensa que lo que hace tiene el valor de un clavo olvidado en la pared, pero por las dudas lo escucha, porque en una de ésas le da una pista. El tipo se ha comprado un ordenador, de modo que ahora trabaja más rápido y su próximo libro estará listo dentro de un mes.
Usted piensa, entonces, que la solución es ésa: un ordenador que le permita rehacer un capítulo en 20 minutos. Pregunta, averigua si le viene mejor el Macintosh Plus o el IBM, y unos días más tarde está allí, frente a la pantalla, sentado como un imbécil, contemplando la vieja Olivetti en la que ha escrito tan buenas páginas en otros tiempos, cuando era más joven y estaba seguro de su talento.
Hasta que una noche de invierno un viajero le envía desde Roma un ejemplar de la recién aparecida Lezioni americane, de Italo Calvino. En la portada se le ve como estaba siempre, a la vez preocupado y atento. Mientras lee esas póstumas "propuestas para el próximo milenio", usted recordará que también él solía caer en silencios y dudas.
escritor argentino, es autor de No habrá más penas ni olvido, entre otras obras.
Babelia
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