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Europa y Oriente Próximo

La presencia de Yasir Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), en Estrasburgo la semana pasada, ha resuelto pocos problemas. Arafat, en su discurso a la fracción socialista del Parlamento Europeo, vino a reconocer implícitamente la existencia de Israel. No está mal, pero no basta. Al manifestar su aceptación de una Conferencia Internacional para resolver el problema del Próximo Oriente, se mostró dispuesto a reconocer las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad, es decir, el derecho de Israel a existir como Estado en la región. Había una pequeña condición, sin embargo: lo haría siempre que se aceptara el derecho del pueblo palestino a la autodetermínación. Con ello, pretendía colar la pelota en el te ado de enfrente, porque, de paso, las resoluciones piden a Israel que se retire de los territorios ocupados, instrucción que el Estado judío tiene poca intención de cumplir.Arafat dice que no quiere ir más allá hasta que Israel, a su vez, le reconozca los derechos, porque sería tanto como renunciar a sus posiciones negociadoras de partida. Sensato, pero con Israel sirve de poco. Y lo que es aún peor para las pretensiones palestinas, no convence a los que tienen que convencer a Israel: a EE UU (como ha puesto rígidamente de manifiesto el secretario de Estado Shultz en unas declaraciones comentando y rechazando el discurso de líder palestino) y, en menor medida, a la Comunidad Europea. Si la OLP no declara formalmente su reconocimiento de Israel y si no renuncia expresamente al terrorismo, será difícil que rompa el círculo vicioso. Debe hacerlo ahora. Y lo debe hacer sin pensar lo que pueden complicar las cosas las próximas elecciones israelíes y estadounidenses.

Hacía tiempo que se esperaba una declaración comprometida de Arafat. Pero la variada fortuna en sus relaciones con jordanos, libaneses y sirios, las luchas intestinas con el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) o con alguna fracción disidente de Al Fatah, el limitado éxito de sus campa¡las terroristas, restan firmeza a su voz y diluyen la eficacia del creciente apoyo que la OLP recibe, no ya del Tercer Mundo, sino en las naciones democráticas de Europa y América del Norte.

Si la semana pasada, Arafat tuvo que limitarse a hablar en Estrasburgo a un grupo político, en vez de hacerlo al Parlamento Europeo en pleno, la cosa se debió ciertamente a la espectacular ceguera de algún partido político europeo, pero, también, a las incompletas credenciales del líder palestino. Tal vez debería haber esperado a la reunión del Consejo Nacional Palestino a principios de octubre en Argel para haber conseguido el apoyo de todas las facciones palestinas y así poder hablar con fuerza en Estrasburgo. Pero decidió intervenir primero en el Parlamento Europeo para presionar a su propia gente. Es un viejo zorro y, ahora, parece importarle más conseguir la adhesión de todos los sectores de la OLP que convencer a Israel de la bondad de sus argumentos e intenciones.

Condicionantes

En este momento, dos circunstancias influyen sobre la situación en el Oriente Próximo. En primer lugar, la intifada -la insurrección civil palestina en los territorios ocupados- que, desde el pasado diciembre, tiene en jaque a los israelíes. La crueldad de la represión y la odiosa indiferencia israelí están consolidando la opinión positiva que se tiene en muchos paises democráticos de la justicia de la causa palestina, pero, sobre todo, están teniendo más utilidad y más repercusión que muchas batallas y actos de terrorismo de la OLP.

En segundo lugar, la decisión del rey Hussein de Jordania de desentenderse de los territorios ocupados, al dejar en soledad a los palestinos de Gaza y Cisjordania, ha precipitado su mayoría de edad: "la única opción que queda", dijo Arafat en Estrasburgo, "es un Estado palestino independiente". En la reunión del Consejo Nacional Palestino, probablemente, el líder de la OLP dará el paso que falta y propondrá la creación de un gobierno provisional en el exilio. Apoyado por la mayoría de su pueblo y reconocído por muchos países (uno de los cuales debería ser España), se convertiría en un interlocutor dificilmente discutible.

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Hace tiempo que es evidente que el arreglo de la trágica cuestión de Israel y Palestina debe venir de fuera del área, de la mano de una Conferencia Internacional, cuya viabilidad, lamentablemente, es aún lejana. Pero la labor de acercamiento de las partes en conflicto, el trabajo paciente de impedir que hagan tonterías toca a Europa -única entidad política que puede llegar, sin más interés que la paz, a limar las asperezas con moderación- y, desde ella, a los dos paises que con mayor claridad comprenden el problema, España y Francia, y que sucesivamente ejercerán la presidencia en 1989. A lo mejor ellos son capaces de responder al reto que lanzaba Arafat en Estrasburgo: "¿Por qué esta indecisión a la hora de asumir una responsabilidad que se corresponde tan perfectamente con los intereses y los valores de Europa?"

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