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Memoria del franquismo

El debate de los historiadores en Alemania y la polémica italiana sobre la complicidad estalinista de Togliatti han puesto de manifiesto una vieja y casi olvidada evidencia: Ia memoria es peligrosa. Puede que escaseen las utopías, que se desvanezcan los sueños visionarios, que se agosten las teorías revolucionarias. Con el hombre siempre avanza una fuerza inagotable tan capaz de dar vida a lo que se supone muerto como de enterrar lo que en un momento parece gozar de gloria eterna. Es la memoria.Lo que se ventila en el debate de los historiadores es la responsabilidad del pueblo alemán por lo sucedido con el nazismo. Frente a la tendencia de la historiografía dominante, empeñada en desculpabilizar la conciencia del pueblo, están quienes no quieren olvidar y se preguntan qué significa para el conjunto del pueblo alemán el recuerdo de los crímenes nazis. Para los historiadores, el genocidio del pueblo judío no es un hecho singular, único en la historia; es, por el contrario, un accidente comparable a las purgas estalinistas o al exterminio de los indios por colonos españoles o portugueses. Algunos llevan el paralelismo al extremo de reivindicar, respecto al pasado nazi, el mismo orgullo que hoy sienten los españoles por el descubrimiento; a los más, sin embargo, les basta con rebajar el alcance de recuerdos como el de Auschwitz: son accidentes desgraciados que no deben gravar indefinidamente la conciencia de un pueblo. Para seguir viviendo sólo valen símbolos de reconciliación como la foto de Reagan y Kohl, recogidos ante las tumbas del cementerio de Bitburg, en el que yacen miembros de la Gestapo y víctimas suyas.

Esta forma de olvido consistente en una normalización de los crímenes nazis plantea agudos problemas morales con claras ramificaciones culturales y políticas. El nacional socialismo no fue la obra de un loco; éste pudo triunfar porque se encontró la tierra abonada: prejuicios, sentimientos, resentimientos, ideologías, filosofías. Todo este sustrato cultural, que ha sobrevivido en buena parte a los protagonistas del régimen nazi, no puede ser normalizado con la paz de los cementerios. Se impone una recepción crítica de ese pasado. Por ejemplo, urge una relectura desde el recuerdo de ese pasado ominoso de pensadores y pensamientos implicados en aquella historia, tales como Heidegger, Carl Schmitt, Geblen, etcétera. Ya no se les puede leer como si nada hubiera ocurrido.

La polémica italiana dirige la atención en otro sentido. Ha bastado el anuncio de la apertura al público de los archivos moscovitas de la Internacional Comunista para que menudeen en la Prensa italiana declaraciones sensacionales que tocan de lleno figuras tan carismáticas como las de Palmiro Togliatti. Krimov, amigo y compañero de Togliatti en el Komintern, revela, por ejemplo, que todos ellos sabían de las purgas estalinistas y las aprobaron con un silencio cómplice porque en ello les iba la vida. El fondo del asunto no es la culpabilidad personal de Togliatti y el consiguiente descrédito de un líder que amasó su prestigio adaptando el comunismo a las reglas de juego de la democracia liberal; el fondo del asunto son todos aquellos que callaron igualmente: miembros del partido, intelectuales, compañeros de viaje, etcétera. Una generación que calló y otras que mantuvieron el silencio. No se puede privatizar la responsabilidad; también Calígula hizo a su caballo senador. Culpable no era sólo Calígula, sino también el caballo que oficiaba de senador. Sin una elaboración crítica de ese pasado de horrores, ¿qué credibilidad puede tener el proyecto político democratizador de aquella generación de políticos si no se identifican públicamente y se aíslan previamente todos los elementos que llevaron a legitimar el crimen y la dictadura? No es difícil imaginar que estamos ante un proceso discursivo que va a traer imprevisibles consecuencias políticas para la izquierda italiana.

La ventaja del recuerdo es que no se atiene al tiempo histórico. Siempre es actual; de ahí que al producirse hoy la polémica sobre el pasado la sociedad presente recupere el tiempo perdido. Esos debates honran a sus protagonistas. Remueven acontecimientos tan cercanos a nuestra historia que es difícil no preguntarse: ¿qué pasa en España? También nosotros estamos hipotecados por un pasado reciente. No se trata, como en el debate de los historiadores, de la complicidad de casi todo un pueblo. Al fin y al cabo aquí hubo una guerra civil y media España murió defendiendo la libertad. Tampoco se trata de la credibilidad democrática de una cierta izquierda, como en Italia. Lo específico de nuestro caso es el pasado común a franquistas y antifranquistas: la duración de un régimen dictatorial que aguanta hasta que el dictador muere en la cama. Para que eso fuera posible fueron necesarias muchas complicidades generacionales e institucionales, del Ejército, la banca, la Iglesia, los colegios profesionales, la Universidad, etcétera. Por supuesto que hubo un punto cero en el que las armas se impusieron por la fuerza a la razón; todo lo que olía a democracia fue yugulado. Pero luego hubo una España que se encontró a gusto con el régimen. También hubo una resistencia protagonizada por los supervivientes derrotados de la guerra civil y por sucesivas y minoritarias incorporaciones de ulteriores generaciones, muchas de ellas hijas de los vencedores.

Tras la muerte del dictador ambos bandos coinciden en el proceso de transición a la democracia. A 10 años vista parece como si la democracia fuera un componente natural de la existencia española. Ahí está el peligro. La asonada del 23-F fue un hecho revelador no tanto de la existencia de minorías contrarias a la democracia cuanto de la amplitud de silencios cómplices. Aquella noche pudimos constatar que el Ejército se quedó con las ganas de dar; que la Iglesia, reunida en asamblea plenaria, se quedó a la expectativa por si acaso; que. el pueblo tardó en reaccionar, como si aquel desaguisado fuera incumbencia de políticos; que mucho progre radical había perdido el tiempo mirando al tendido, como si la construcción de la democracia no fuera con ellos.

Estos síntomas desvelan las carencias del modelo español de transición a la democracia, tan general y justamente celebrado, por otra parte. En efecto, la rapidez y amplitud con que se produjo la conversión democrática de sectores franquistas, por un lado, y el súbito descubrimiento del realismo político en organizaciones políticas antifranquistas, por otro, no consiguen disimular los talantes anti o ademocráticos de cuantos hemos nacido durante el franquismo: el corporativismo sindical, la querencia a la prepotencia de mandatarios políticos, sean del signo que sean, el desinterés de los vecinos por las responsabilidades de su comunidad, tertulias periodísticas cortadas a pico por el sectarismo ideológico, el predominio del esquema amigo-enemigo en los tribunales que juzgan oposiciones académicas, etcétera, denotan los límites del consenso político. El consenso de las cúpulas políticas no coincide con un proceso discursivo de la sociedad hacia patrones democráticos. Al contrario, el consenso político ha servido como de amnistía cultural que libera a la sociedad del esfuerzo por sacar a flote las rémoras ideológicas que vienen del pasado y han sobrevivido al cambio. La democracia no es un hecho natural; es un logro que, al menos en el caso español, italiano y alemán, pasa por saldar las cuentas con un reciente pasado.

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