Curiosidad anecdótica

Picasso escribió hace 40 años el texto de Las cuatro niñas con una considerable carga cultural en su conciencia: la de la espuma surrealista de la generación española del veintisiete y la de la proximidad a poetas franceses como Eluard o Aragon. Pero la imagen libre o los emparentamientos insólitos de palabras, incluso la escritura automática que parece utilizada a veces por Picasso nunca son casuales: tienen una lógica interna, unas relaciones inmateriales pero existentes; una sonoridad, un discurso. No parece que se pueda alcanzar con el mimetismo, que es hasta donde llega Picasso.El surrealismo de las palabras y la genialidad de las palabras es esencialmente distinto al surrealismo -o a la libertad amplia de creación- con líneas y colores, en los que Picasso sí tuvo esa lógica interna, esa coherencia o ese discurso gráfico como no lo ha tenido nadie. Los monólogos de Las cuatro niñas se escuchan con el cierto malestar que produce lo incompleto o lo imperfecto. Aunque se sobreponga la curiosidad del caso que es la representación de un texto de Picasso.

El director y escenógrafo Roisse lo ofrece en un enorme espacio cubierto de arena, limitado por candilejas, cubierto a la manera de un circo ambulante. Al fondo, un músico maneja los elementos de percusión que dan ambiente y ruidos a la representación: ese músico -Intérprete y autor- es Luis Paniagua, lo cual garantiza su calidad y su misterio sonoro.

Encanto

Allí aparece la actriz Margalida Jover; es cada una de las cuatro niñas que monologan, sin demasiada intención de diferenciar una de otra, ni de infantilizarse excesivamente; tiene una personalidad atractiva, un encanto que irradia de ella y el mérito de saberse de memoria el texto en que las palabras se apoyan muy pocas veces unas en otras y las frases no construyen un discurso, lo cual imita demasiado no sólo su capacidad de interpretación sino, incluso, de oración.De un agujero en la arena surge una buena cantante, Cristina Carlín, que vuelve a ser tragada por él, y de los laterales, una cabra y un caballo, citados en el texto pero traídos, probablemente, como homenaje a dos de los animales emblemáticos del pintor. Hay poca acción, y Roisse ha tenido el suficiente cuidado de no anegar el texto con segundas o terceras acciones.

El espacio es bonito, pero demasiado vacío. Y el experimento se desarrolla hasta lo que puede demostrar: una curiosidad histórica y anecdótica de un genio de este siglo que se inclinó muchas veces sobre el teatro, con grandes resultados, como escenógrafo. Los aplausos sonaron especialmente para Margalida Jover.